«Magick I: Ambigüedad»: Capítulo I.

Los edificios se sucedían por las ventanas como una postal en movimiento. No me privé de soltar un gruñido cuando nos detuvimos en una luz de tráfico, con el sol golpeando con fuerza sobre nuestras cabezas y los sonidos de los coches imponiéndose por sobre el vago sonido del estéreo. Me encontraba apretujada entre dos cuerpos masculinos y el tapizado de cuero se adhería a mi espalda con descaro. Estaba considerando la seria posibilidad de saltar fuera del descapotable, sin saber si era exactamente para escapar del calor o del grupo de viaje que me había tocado en suerte.
—¿Alguien puede decirme a dónde vamos? —farfulló Jeremiah Sykes.
Le eché una mirada de soslayo llena de hastío, mientras él se removía a mi izquierda. ¿Si no se lo habían dicho las últimas diez veces que había preguntado, por qué se lo dirían en aquel momento? Además, no era como si fuera un auténtico entendido en las calles y la numeración de Manhattan para conocer la dirección. Era la primera vez que ambos estábamos allí, por no decir la primera vez que viajábamos a algún sitio, y estaba segura que él no era el tipo de tío que hubiese tenido la decencia de revisar un mapa antes de viajar, incluso si se lo hubiesen aventado en el rostro. Lo poco que sabía era lo que había escuchado de nosotros.
—A unas manzanas de aquí —fue la amena respuesta de Brayden Woodsen, que se encontraba al volante—. Llegaremos pronto.
Jeremiah resolló sonoramente, y contuve los deseos de darle un puñetazo. Habíamos estado metidos en un avión durante seis horas, sumándole a todo aquello lo que había supuesto salir de California Ville, nuestro pueblo de origen, y adentrarnos en aquella expedición sin escalas directo a Nueva York.
—¿Por qué tanto misterio? —fue la insistente réplica de Jeremiah, que parecía haberse tomado su tiempo para formular una pregunta desafiante y desdeñosa. Habíamos asistido juntos al instituto, aunque no habíamos congeniado hasta que habíamos salido de él y las prácticas para nuestra misión habían comenzado. Sabía que tenía fama de ser algo prepotente, y no me había tomado mucho tiempo comprobarlo. Llevaba unas gafas de sol sobre el corto y puntiagudo cabello chocolate y se vestía como un chulo. Realmente, no tenía mucho que decir a su favor, sólo que era un buen luchador, quizás uno de los mejores de su edad. Aquello no bastaba para mí, en comparación con su personalidad quejica y sus aires de grandeza, mas parecía ser suficiente para nuestros superiores. Sabía que necesitaba a Jeremiah allí y que, lamentablemente, su cuerpo y su personalidad eran un paquete completo.
—Porque queremos pasar desapercibidos.
Giré mi rostro para mirar con suspicacia a Jackson Lynch, que se encontraba a mi derecha. Hacía pocas semanas había cumplido los treinta y dos años, dos menos que Brayden, pero estaba segura que nadie podría atribuirle más de treinta. Tenía el cabello algo largo y desordenado, los ojos de un verde particularmente claro y una sonrisa contagiosa. Por lo menos, hubiese sido contagiosa si la situación se hubiese presentado más favorable. En aquel momento, lo último en mi lista de prioridades era mostrarme alegre.
—¿En un Mustang convertible? —solté con desgano, aunque aquello no evitó que la nota de sarcasmo fuese evidente—. ¿En serio?
Jackson se encogió de hombros, aparentemente divertido con mi comentario. Lo que él no comprendía era que yo estaba siendo totalmente seria. No me causaba ni una pizca de gracia que me tuvieran en vilo mientras me pasaban por todo Manhattan en un vehículo sin techo, con una temperatura disparatada y el sol del mediodía dando justo sobre mi cabeza. No habían pasado ni veinticuatro horas, y yo ya comenzaba a extrañar los vastos terrenos de nuestro centro de entrenamiento en California.
—El Consejo paga —fue la resolución de Jeremiah, que parecía encantado con la perspectiva.
Eché una distraída mirada al quinto ocupante del vehículo, que se encontraba en el asiento del copiloto. El tipo era uno de los custodios de la institución, aunque realmente no sabía decir si lucía como un miembro del servicio o no. Tenía el traje gris perfectamente limpio, un rostro serio y no había dicho ni una palabra durante todo el recorrido más que un ocasional intercambio en voz baja con Brayden, sin permitirnos oír ni una palabra de él. Sin embargo, cualquier aspecto formal quedaba totalmente arruinado por las gotas de sudor escurriendo por su rostro tosco y una escasa mata de cabello ceniciento que parecía estar en sus últimos años antes de desaparecer. Además, no debía medir mucho más de metro sesenta. No era exactamente alguien que diera mucho miedo. Estaba segura que, en aquel preciso instante, con los dientes apretados y mi fuerza de voluntad puesta a prueba, yo podía asustar a alguien más que él.
Jamás había estado en Manhattan, pero el sitio no me gustaba. Era una ciudad pretenciosa, demasiado grande y ruidosa para cualquier alma que hubiese vivido lejos del ambiente urbano por un buen tiempo, sin mencionar toda su vida. No estaba acostumbrada a la gente corriendo de aquí para allá, a los bocinazos frenéticos de conductores que no parecía comprender las leyes de la física que les impedían pasar sus coches por espacios donde no hubiese cabido ni una bicicleta, y a la contaminación que flotaba por el aire tan nítidamente como los edificios altísimos. El sitio era un infierno con luces de colores, escaparates vistosos y carteles promocionales.
No estaba prestando demasiada atención a la numeración, pero giramos en la Calle ochenta y seis, y Brayden parecía mucho más interesado en observar los edificios a su derecha por Park Avenue. Llegados casi a la esquina, giró el vehículo con habilidad para meterlo en una cochera de la que ni siquiera había reparado hasta entonces. No era que destacara, honestamente. Como el resto de los edificios de la zona, había cierta elegancia en todas las construcciones, con una mezcla entre antigüedad y arrogancia que parecía una marca distinguida de la ciudad. La cochera misma era tan amplia, que estaba segura que allí mismo podrían entrar todos los coches que había en California Ville. Sin embargo, allí no podía contar más de diez, diseminados como si fuesen aviones en vez de simples pero lujosos vehículos. Menudo desperdicio.
—Hogar, dulce hogar —fue el comentario risueño de Jackson, mirando en nuestra dirección.
Fruncí el ceño mientras cogíamos el poco equipaje de mano que habíamos llevado con nosotros. El resto debería encontrarse ya en el apartamento. Aunque no era como si nos hubiesen dejado movernos con muchos efectos personales, teniendo en cuenta que nuestra vida había quedado en suspenso en la villa que habíamos abandonado hacía sólo unas horas.
Salté fuera del auto, agradeciendo a todos los dioses por poder despegar mi espalda del cuero y conseguir estirar mis piernas, enfundadas con reticencia en unos tejanos viejos y algo rotos. Aunque el viaje desde el aeropuerto JFK no debía habernos tomado más de una hora, se había sentido toda una vida. Quizás, en la próxima oportunidad, debía apuntarme para el servicio de traslado que tenían los hoteles de la zona. Quizás tenía la suerte de encontrarme con un contingente japonés y ahorrarme el mal trago de tener que responder a esas absurdas conversaciones para pasar el rato.
Salimos desde la cochera hasta el edificio por la puerta de servicio, ubicada a la izquierda del recibidor. La habitación cuadrada estaba provista de un escritorio y dos grandes ascensores en la parte del fondo, iluminados por la luz que dejaban filtrar las puertas de vidrio de la entrada. El ambiente era de un blanco tan impoluto, que el contraste del mármol lustroso contra mis tenis oscuros y gastados parecía casi una broma de mal gusto. Todo lucía bien, olía bien, y parecía recién construido.
Decidí seguir a Brayden rápidamente y no absorber detalles, especialmente porque no me parecía lo más interesante en aquel momento. Cuanto antes estuviéramos en el apartamento, antes sabríamos con exactitud cuál era el próximo paso a seguir. Nos habían tenido en vilo durante demasiado tiempo como para detenernos en formalidades, que ya habían superado el límite de lo aceptable desde hacía tiempo.
El viaje en el elevador fue silencioso y breve y, después que los cinco consiguiéramos salir al corredor con nuestras cosas —el tipo del Consejo no estaba siendo de gran ayuda, a decir verdad—, nuestros pasos resonaron por un corredor tan pulcro como la entrada. Era un espacio grande, más como una pequeña antesala en lugar de un corredor propiamente dicho. Al final del mismo había una sola puerta, y no me extrañó ni un poco que fuese un solo apartamento por planta.
El lugar parecía sacado de un catálogo de revista, igual de grande, frío e impersonal. La sala era extensa y bien iluminada, con una mesa para seis personas en la parte de adelante y un juego de sofás de cuero negro hacia el fondo. La decoración y los muebles eran oscuros, y la tecnología era de última generación, o eso parecía a simple vista. La habitación desencadenaba en un balcón que, desde el doceavo piso, debía tener una generosa vista de la ciudad, por lo menos esa que no cubrían los rascacielos. Un arco conectaba la sala con una cocina amplia, y desde mi posición podía ver la isla en medio, rodeada por unas cuantas butacas altas. Había un corredor relativamente estrecho, que debía conectar con los dormitorios y el baño, y cualquier otra habitación que pudiera tener aquel sitio. Incluso para cuatro personas, resultaba absurdamente grande.
Brayden se sentó e invitó al tipo del Consejo a unírsele. Jackson los siguió, y Jeremiah y yo hicimos lo mismo, con más ansiedad que cortesía. Me pasé una mano por el desastroso cabello castaño rojizo, que había sufrido las consecuencias de una mala tintura y un viaje de carretera en un descapotable. Las ondas irregulares daban la sensación de pasar los dedos por una maraña de lana enredada. Pronto elegí desistir en la tarea de llegar hasta las puntas y simplemente me eché el cabello hacia atrás con las palmas de las manos.
—Por supuesto, sabéis por qué estáis aquí.
Mis ojos se quedaron fijos en el tipo del Consejo, cuya voz me parecía anormalmente ronca y profunda para un hombre tan pequeño. ¿En serio nos iba a dar un discurso formal sobre la política de trabajo y lo que se esperaba de nosotros allí? ¿No podíamos saltarnos todos los formalismos y pasar a la parte interesante, donde de hecho nos explicaba exactamente cuál sería nuestro proceder? Había varias Universidades de interés allí —una pequeña investigación previa al viaje me había provisto de aquel dato—, aunque no sabía cuáles eran las intenciones de las autoridades. Estábamos allí para proteger la ciudad, por lo que la localización debía ser estratégica de algún modo.
El hombre que, se suponía, estaba allí para comprobar que la misión estaba en marcha, tomó el maletín con el que había cargado recelosamente durante todo nuestro viaje. Apoyándolo sobre la mesa con una parsimonia exasperante, lo abrió con un suave clic y retiró dos sobres grandes de papel madera. Echando una mirada a los nombres rotulados en el frente, extendió uno en mi dirección y otro en la de Jeremiah. Los dos los tomamos con el ceño fruncido.
—Ahí están sus papeles, credenciales, y cualquier tipo de información que podáis llegar a necesitar —explicó con monotonía, como si tuviese que dar aquel discurso todos los días—. Es vital que sepáis de qué se trata antes de entrar al instituto, en caso que alguien les haga una pregunta sobre lo que ya está registrado en vuestro expediente.
Mis ojos se volvieron dos finas rendijas cuando saltaron del sobre al miembro del Consejo. Si hubiesen sido dagas, hubiesen ido directamente a su yugular.  
—¿Instituto? ¿Expediente? —solté, con un mal presentimiento—. ¿A dónde demonios iremos a parar?
El custodio me dio una mirada ofendida, como si el hecho de que yo estuviese maldiciendo en su presencia fuese una falta grave. Le sostuve la mirada, dejándole en claro que me importaba muy poco su posición, o lo que esperaba sobre mi vocabulario. Había pasado siete horas del sábado en un jodido viaje, con Jeremiah a mi lado sin dejar de quejarse, sólo esperando oír lo que él tenía para decir. Dejaríamos los formalismos para otro momento.
—Al Trinity School —comentó, volviendo a hurgar en su maletín hasta sacar una fotografía en blanco y negro. Apoyó sobre la mesilla la imagen de un edificio de ladrillos con un frente que se debatía entre lo señorial y lo moderno—. Es una de las escuelas más prestigiosas de Nueva York.
—¿Iremos a un instituto? —preguntó Jeremiah con incredulidad—. ¡Tengo veintiún años!
El miembro del Consejo no parecía impresionado.
—Sus identificaciones dicen que tienen diecisiete.
—No quiero hacerme pasar por un adolescente —protestó el muchacho sentado a mi lado.
Rodeé los ojos, limitándome a ignorarlo.
—¿Por qué el Trinity? —Aunque mi voz era neutral, yo tampoco me encontraba muy feliz ante la perspectiva de hacerme pasar por alguien tres años menor. La gente en las universidades generalmente tenía más independencia y era más fácil permanecer en el anonimato. Los institutos siempre se trataban sobre eventos, tareas grupales y otras estupideces que uno no podía saltarse. Si había algo de lo que estaba segura, era que no eran amigos los que estaba buscando allí.
—No sólo tiene prestigio, sino que además es uno de los institutos más costosos de la zona —intervino Brayden, con ese tono apacible tan suyo—. Si tuviesen que elegir un sitio al que atacar, adolescentes de las familias más acaudaladas de la ciudad podrían ser un buen objetivo. La mayoría son hijos de funcionarios del gobierno y personas de negocios, y el Consejo ha demostrado cierto interés en la institución.
Asentí ausentemente, escuchando el resoplido de los labios de Jeremiah, que no parecía percibir que había una pieza perdida en aquella explicación. Era una pena que tuviera que comportarme como si realmente estuviese bien con la idea de que él se encontrara allí. La triste realidad era que, quisiera o no, lo necesitaba. Incluso cuando nuestra misión parecía mucho más sosa de lo que había imaginado.
—Vuestros uniformes deberían estar en los guardarropas, junto con otras cosas de utilidad —prosiguió el custodio.
Mis ojos viajaron a mi regazo, aún degustando con amargura la idea de tener que usar un uniforme de instituto cinco días a la semana. Con cierto ausentismo, abrí el sobre que había dejado apoyado en mis piernas. Dentro del mismo había unos cuantos papeles que comencé a sacar y apoyar sobre la mesa. Había también un documento de identidad, un par de identificaciones falsas, un pasaporte, dos tarjetas de crédito y dos credenciales. Cogí el primero, abriéndolo y echando una mirada analítica.
—¿Cathe Brown? —pregunté, alzando una ceja.
Jeremiah siguió el ejemplo, revolviendo con brusquedad los papeles dentro de su sobre.
—Jeremy Brown —leyó, tomándose un momento para analizar el documento—. ¿Acaso pretenderemos que somos hermanos? No nos parecemos en nada.
—Primos —puntualizó Brayden, que parecía haberse guardado bien todo lo que sabía sobre el asunto—. Explicaría por qué vivís juntos, o por qué os habéis transferido al mismo tiempo. O por qué os conocéis, en cualquier caso.
Suspiré profundamente. Una parte de mí había querido aferrarse a la posibilidad de que quizás, sólo quizás, no tendría que pretender que Jeremiah existía dentro de mis planes cuando nos encontrábamos pretendiendo ser estudiantes. Había sopesado la posibilidad de que los dos nos encontráramos en la misma universidad, cursando diferentes especialidades en edificios separados; lo suficientemente cerca como para estar listos para pelear, pero no pegados como lapas. Parecía ser que no tenía tanta suerte.
El tipo del Consejo echó una mirada nerviosa, aclarándose la garganta antes de decir:
—Yo debería irme.
Brayden asintió, como si hubiese esperado aquel contratiempo, mientras ambos se ponían de pie. Jackson hizo lo mismo mientras su compañero se volvía hacia mí.  De su bolso sacó una pequeña libreta, dos BlackBerrys y dos dispositivos de comunicación directa con el Consejo. Era una especie de radio con una identificación y una conexión directa con la institución. Asignada a una persona, funcionaba sólo bajo la influencia de su energía. Eran útiles en las misiones, ya que funcionaban incluso cuando había interferencia de las señales regulares. O eso había oído.
—Allí tenéis almacenado nuestro número y algunos otros contactos de importancia —apoyó en la mesa los teléfonos móviles, luego dejando las radios también—. Evitad llevar estos al instituto; usadlos sólo cuando sepáis que os podéis llegar a quedar sin señal. Otros números de interés están aquí, incluido el de nuestro apartamento —sacudiendo la libreta, también la aventó sobre la mesa.
Por enésima vez en el día, me encontraba ligeramente desconcertada. Y no era una sensación a la que pudiera reaccionar con otra cosa que no fuese agresividad. Me frustraba que me dejaran afuera de los planes. Era mujer, sí. Era de las personas más jóvenes involucradas con las misiones del Consejo, sí. Aquello no les daba derecho a dejarme en vilo permanentemente, sólo a la espera de órdenes. Sabía que era así cómo funcionaba, pero no podía hacerme a la idea de sentirme sólo una ejecutora de lo que me pedían, sin voz ni voto.
—Espera un momento. ¿Qué quieres decir con «vuestro apartamento»? —incluso cuando parecía una idea estúpida, agregué—: ¿Jackson y tú no viviréis aquí?
Brayden se mantuvo serio, aunque sus ojos verdes seguían siendo amables. Había algo que siempre me había resultado extrañamente reconfortante en él, aún cuando me encontraba molesta con el mundo.
—Es peligroso, Candyse. Estaremos mejor si residimos en sitios diferentes.
—Además, si queréis invitar compañeros aquí, será mejor que no estemos estorbando. —El ocurrente comentario de Jackson, acompañado de un guiño, se ganó una mirada filosa de Jeremiah. Yo simplemente decidí ignorarlo, sólo porque lo apreciaba lo suficiente como para no desearle una muerte dolorosa.
—¿Y qué pasa si queremos contactar con vosotros? En persona, quiero decir —cogí la libreta, pasando las páginas. Había dos números de móvil y un teléfono fijo. Nada más—. ¿Cuál es vuestra dirección?
Brayden sonrió suavemente.
—Nos reservaremos esa información. Si queréis vernos, nos contactáis por la radio o por el móvil. Si necesitáis que detengamos el tiempo, es más rápido que nos den la señal así antes que venir a buscarnos.
Suspiré. Aparentemente, estaban empeñados en darnos la menor información posible en todos los planos. Bien.
Antes de salir, el hombre del Consejo se volvió también hacia nosotros.
—Sobre la mesa tenéis las llaves del apartamento, de sus vehículos y los papeles se encuentran en el sobre. Todo lo que podáis necesitar lo encontraréis en el apartamento y, en caso contrario, a las ocho de la noche me pondré en contacto con vosotros para daros las primeras instrucciones —se tomó un respiro en medio del discurso ensayado, señalando el corredor con un mínimo movimiento de su cabeza—. El intercomunicador está en la televisión de la habitación de la señorita Prestwood. Si necesitáis algo más, podréis hacérmelo saber luego.
Sin decir nada más, los tres hombres se retiraron. Cuando la puerta se cerró detrás de ellos, permanecí en mi sitio. Jeremiah instantáneamente se levantó a registrar la que sería nuestra vivienda por tiempo indefinido. Lo escuchaba moverse y hacer exclamaciones de sorpresa, pero no podía sentir curiosidad al respecto. A diferencia de lo que parecía suceder con él y su inconsciencia, yo sabía a dónde nos estábamos metiendo y la ansiedad estaba volviéndome loca desde hacía semanas. Había insistido hasta el cansancio para que me dejaran participar de aquella misión, y nadie parecía feliz con la idea de dejarme hacerlo. Sabía que contaba con el apoyo de Brayden, pero incluso él parecía dirigirse a mí con cierto cuidado. Todo el mundo parecía estar esperando que me quebrara en mil pedazos de un momento para el otro. Todos estaban aguardando ese momento en el que rompiera en llanto y pidiera ayuda y consuelo, la protección que habían estado ofreciéndome desde que mi vida había dado un giro de ciento ochenta grados.
No les daría aquel gusto.
Mientras Jeremiah seguía investigando, decidí levantarme al divisar los tres mandos que reposaban sobre la mesa de café, junto con los teléfonos móviles que había dejado Brayden. Uno debía ser de la televisión, otro del reproductor de DVD, y no cabía dudas que el blanco era el perteneciente al aire acondicionado. Sin dudarlo ni un segundo, lo primero que hice al ponerme de pie fue coger el último. El aparato se encontraba justo al lado del ventanal que llevaba al balcón, e hizo un suave pitido cuando apunté en aquella dirección. Una fresca brisa comenzó a correr por la sala, provocándome un placentero escalofrío.
Después de unos segundos disfrutando del cambio de ambiente, cogí el sobre y arrastré mis pies por el corredor. Había cinco puertas, todas pintadas del mismo blanco impecable.
Las dos primeras habitaciones resultaron un estudio y una habitación de invitados, a juzgar por la decoración escasa y los armarios vacíos. El primero poseía un largo escritorio, un ordenador y dos paredes llenas de libros. El otro cuarto estaba equipado con una gran cama doble, un pequeño juego de sofás y un minibar. El sitio seguía resultándome absurdamente grande, más sabiendo que sólo nosotros dos viviríamos allí.
Las últimas puertas daban a mi habitación y a la de Jeremiah, siendo la quinta el baño principal. Nuestros dormitorios eran similares, sólo que uno estaba pintado de azul y el otro de color crema. Jeremiah se encontraba ya despatarrado sobre su cama de dos cuerpos, estudiando el mando de su televisor de plasma. Mi cuarto era un reflejo fiel al suyo, con todos los muebles situados en la dirección opuesta y una clara vista a Park Avenue. Las dos habitaciones poseían su propio baño en suite, lo que suponía una auténtica tranquilidad. Había otro minibar allí, por lo que la idea de recluirme en aquel pequeño espacio del apartamento podía ser completamente viable.
Antes de poder detenerme en los detalles de la habitación, mis pies se toparon con la maleta que había despachado desde California. No se me había permitido llevar demasiados efectos personales, ya que desde el principio había estado establecido que sería el Consejo quien se ocuparía de los detalles. En la maleta sólo había algunas prendas de ropa que no había querido dejar en casa, algunos elementos de higiene personal y cosas como libros o accesorios para hacer de aquella habitación algo que pudiese considerarse como mío. Mientras retiraba las cosas, sin embargo, noté que los que habían preparado el apartamento ya se habían ocupado de la tarea concienzudamente. A diferencia del resto del apartamento, que lucía algo impersonal y demasiado ordenado para un par de adolescentes, mi habitación tenía detalles como fotos mías de pequeña, una tabla de corcho con papeles inútiles, boletos de conciertos a los que jamás había asistido y notitas que no habían sido escritas por gente que conocía. No era exactamente el sitio en el que yo hubiese podido estar viviendo, pero todo el minucioso trabajo en los detalles evidenciaba que alguien vivía allí. Una adolescente con una familia, un pasado y recuerdos de su antiguo hogar a los que parecía no querer despegarse. Recuerdos que no existían.
Dejé que el cansancio se exteriorizara en un suspiro mientras me dejaba caer sobre el edredón color chocolate, mi espalda rebotando sobre la mullida superficie del somier y el sobre cayendo a mi lado. Sabía que serian largas horas las que tendríamos que esperar hasta saber algo más sobre la misión a la que habíamos sido asignados. La reunión de hacía minutos no había sido muy instructiva. Iríamos a un instituto pijo en lugar de a una universidad de la zona. Deberíamos estar al pendiente de un montón de adolescentes, conviviendo entre los que pertenecían a su último año. Estaba intentando no pensar en profundidad lo que aquello significaba, porque el día ya había sido lo suficientemente desagradable como para sumar motivos para aislarme del mundo en la habitación. Sabía que, a pesar de todos los contratiempos, no podía dar la vuelta y marcharme. No era una cuestión de cabezonería o de probar un punto a todas esas personas que tenían miedo de mi actitud temeraria ante un reto pudiera perjudicarme. Yo no era la misma persona en aquel entonces. Yo había aprendido, y estaba dispuesta a enseñarles que podía hacerlo. Aquella era mi batalla, y no había forma que pudieran apartarme de ella.
Con un ligero dolor de cabeza, dejé que mis ojos se cerraran, apreciando el dejar de ver el inmaculado blanco del cielo raso. Estaba segura que podría quedarme dormida de un momento a otro, teniendo en cuenta que mis períodos de sueño de las últimas semanas habían sido irregulares e interrumpidos. Claro, Jeremiah también estaba en el apartamento, y él no parecía ni la mitad de cansado de lo que yo me encontraba.
—Hay cosas en la alacena —comentó—. Estoy muerto de hambre.
Mi entrecejo se frunció y no me pareció necesario abrir los ojos. No estaba hambrienta exactamente. Y tampoco estaba planeando cocinar para él.
—Ordena algo —cuchicheé.
—¿Tienes algún teléfono?
Alcé la cabeza y abrí los ojos, tan sólo para fulminarlo con la mirada.
—¿Tengo cara de Páginas Amarillas?
—¿Tienes dinero?
—Ve a un cajero —respondí, volviendo a echar la cabeza hacia atrás y a dejar que mis párpados volvieran a ceder. Realmente tenía algunos dólares que nos habían dado antes de salir de la villa, pero me encontraba tentada ante la idea de que él se fuera de la casa y me diera un momento más en completo silencio—. Tenemos las tarjetas, pero necesitaremos efectivo de cualquier modo.
Él pareció considerarlo. Tenía la impresión que se encontraba algo sobrecogido por la situación, aunque jamás lo admitiría en voz alta. Tenía que reconocer que, sí había que buscar un punto en común entre nosotros, nuestro orgullo podía ser uno de ellos. Incluso cuando los motivos que lo sacaban a relucir eran muy diferentes. 
—Uhm, sí, supongo que sí —murmuró. Hizo una nueva pausa—. ¿Las claves?
—Revisa los papeles que nos dio el tipo del Consejo —mascullé, comenzando a irritarme por la gran cantidad de preguntas inútiles que había soltado en tan poco tiempo.
Escuché los pasos de Jeremiah alejándose por el corredor, y respiré aliviada. Generalmente me molestaba la compañía, y mi independencia me impedía entender por qué la gente siempre parecía necesitar apoyarse en alguien más para hacer algo. La vida me había acostumbrado a valerme por mí misma, por mis propias decisiones y la fuerza que poseía para llevarlas a cabo. Había lidiado con las consecuencias de mis propios errores, pero siempre lo había hecho sola. Cuando actuaba, actuaba por mi cuenta, y sabía que no había a nadie más a quien culpar cuando las cosas no salían como había esperado. No me importaba lo que dijeran los demás si yo tenía convicción sobre lo que había hecho, lo que hacía o lo que estaba dispuesta a hacer por mis propias causas.
Debí quedarme dormida en algún momento, porque el olor a comida llenaba el ambiente cuando volví a ser consciente de lo que me rodeaba. Con el cuerpo algo entumecido, pero satisfactoriamente fresco, me puse de pie con pereza. Estiré los brazos por sobre mi cabeza y mi camiseta se levantó, dejando mi estómago al descubierto. Una mirada casual al espejo del tocador me bastó para saber que mi cabello era un desastre aún mayor que cuando habíamos llegado, lo que sólo evidenciaba que había tenido un buen período de sueño revuelto.  
Caminé con pasos lentos hasta la sala, aún acostumbrándome a un ambiente totalmente nuevo al que me había rodeado desde que había nacido. Incluso desde el corredor podía oír el sonido de la televisión en la sala.
Sin decir palabra me desplomé junto a Jeremiah en el sofá, que no parecía especialmente entretenido con un viejo capítulo de Doctor Who. Había una botella de cerveza a medio consumir sobre la mesa de café, y él parecía haber estado dormitando hasta que yo me había sentado a su lado. 
—Saqué quinientos dólares para cada uno —me comentó—, y te he dejado unas rebanadas de pizza de queso en la cocina.
Asentí vagamente, sin saber si él me había visto o no. Seguía sin mucho apetito, pero podía hacerme de una cerveza. Aunque no estaba segura que aquello pudiera relajarme, no perdía nada con intentarlo. Aún faltaban unas cuantas horas para las ocho de la noche, y no sabía exactamente cómo haría para hacerlas desaparecer lo más rápido posible.
Me puse de pie y vagueé por la cocina, sintiéndome atraída por el olor y cogiendo una rebanada de pizza y una cerveza de la equipada nevera para la vida diaria. La misma, así como las alacenas y los recipientes sobre la isla, se encontraba llena, y todo parecía dispuesto para poder cocinar en caso de ser necesario. De hecho, estaba segura que un equipo de futbol completo podría vivir allí sin tener que preocuparse por la falta de alimento.
Intenté que el tiempo pasara estudiando el apartamento un poco más. Al salir al balcón había comprobado que el calor de la ciudad seguía siendo tan intenso como cuando habíamos llegado, y no se me antojaba volver a aquel infierno de concreto. El ambiente allí estaba fresco y Jeremiah se había quedado dormido en el sofá, por lo que me pareció una buena oportunidad para disfrutar de mi soledad.
Comencé por mi habitación. El closet estaba a tope, tal y como el custodio me había informado. Tres mudas de un mismo uniforme de falda y camisa estaban dobladas en un costado. Gemí cuando recordé que aquello era lo que debía vestir durante toda la semana. ¿Por qué un uniforme? ¿Por qué simplemente no podía usar unos tejanos y una camiseta?
Las prendas que había seleccionado el Consejo eran, en un ochenta por ciento, basura. No era que realmente me interesara demasiado, y estaba segura que podría sobrevivir con dos o tres pares de pantalones, algunas camisetas y los dos pares de tenis que hallé entre los numerosos zapatos bajos y los tacones. Una cazadora, una chaqueta de cuero, algunas botas bajas para el invierno… Había cierta variedad, aunque predominaban las prendas vistosas, todas demasiado finas para un campo de batalla. Desechando un par de camisetas con estampados estrambóticos, me pregunté si todo aquello realmente era necesario. Estábamos allí para luchar, después de todo, no para jugar al cambio de imagen.  
Dediqué las siguientes horas a leer con cuidado las largas páginas que componían la biografía de quien sería yo por a partir del lunes. Cathe Brown, diecisiete años, ningún hermano u hermana, vivía con mi padre en Dunsmuir, California, me había trasladado desde la Enterprise High School… No era información realmente interesante. No tenía intención de hacer verdaderos amigos, por lo que tampoco necesitaba hablar demasiado sobre mí. Con recordar lo meramente administrativo estaría bien. Entre los papeles había también claves de tarjetas, indicaciones para llegar a la casa y de la escuela extraídas directamente del Google Maps, un buen número de direcciones que podían servirnos siendo adolescentes solos en Nueva York, y otro tanto de información que leería en otro momento.
A las ocho menos cinco, Jeremiah y yo nos encontrábamos sentados al borde de mi cama, observando fijamente el televisor de plasma sobre el mueble. Entre la información, estaba indicado que el botón de comunicación debía ser el número 278 del cable. Cuando lo había sintonizado, una pantalla azul se había quedado inmóvil frente a nosotros.
A las ocho en punto, la televisión emitió tres pitidos, y luego la imagen del mismo tipo que había estado allí en la tarde apareció frente a nosotros.
Buenas noches.
Los dos respondimos educadamente. El tipo del Consejo volvió a aclararse la voz. Había una expresión de aburrimiento en su rostro que parecía ir a la perfección con su apariencia.
Las instrucciones han llegado. —Aunque era una premisa obvia, nadie dijo nada—. Tomarán esta primera semana como reconocimiento. A partir del lunes entrarais a clases regularmente y estudiarais el terreno. Intentad conversar con la gente y acostumbraos al sitio. Nos comunicaremos con vosotros para futuras indicaciones.
Mi rostro se descompuso ligeramente en una expresión de descontento. Había esperado que todo el misterio y la formalidad del mensaje significaran que nos revelarían algo más sobre lo que debíamos hacer. De momento, sólo teníamos que asistir al colegio de niños ricos y pretender que encajábamos.
No había imaginado con exactitud qué esperarían de nosotros allí, pero aquello no se había cruzado ni por los recovecos más recónditos de mi mente.
¿Tenéis alguna duda sobre todo lo que os hemos dejado?
Me alejé de mis propios pensamientos al escuchar la voz del custodio otra vez. Sentí los ojos de Jeremiah sobre mí, aunque mantuve los míos en la pantalla. Me mordí el labio distraídamente, haciendo un rápido análisis de todas las cosas que había tenido la posibilidad de estudiar aquella tarde. Todo estaba en perfecto orden. Todo estaba preparado, hasta en el más mínimo detalle, para que no hubiese problemas ni mayores exigencias. Exigencias que dudaba haber hecho, de cualquier modo. Sabía que el Consejo no me quería allí. Era mejor no presionar demasiado mi suerte si deseaba conservar el puesto que me habían asignado. No era obediencia, sino discreción lo que necesitaba poner en práctica, aún cuando la perspectiva era odiosa.
—No —sentencié finalmente, hablando por los dos.
—De acuerdo. —El tipo en la pantalla bajó la vista, y se tomó unos buenos segundos para estudiar algo que estaba fuera de la toma de la cámara—. Tenemos registrada una extracción de mil dólares de la tarjeta del señor Sykes.
No me extrañó en lo más mínimo que los del Consejo supieran aquello. Teníamos las comodidades, las facilidades y el lujo, pero nunca había puesto en duda el hecho de que ellos controlaban todos nuestros movimientos. Nada de lo que sucedía allí era planificado sobre la marcha. Si quería un poco de aire, tenía que asegurarme primero de saber dónde podía respirar con tranquilidad.   
—Sí, él ha retirado algo de efectivo para nosotros.
La imagen frente a nosotros dio un seco asentimiento.
—Bien.
  El tipo volvió a tomarse su tiempo para analizar algo fuera de nuestro campo de visión, dándonos una vista parcial de una prominente calva bajo la mata de cabello gris.
—De acuerdo —repitió—. El señor Woodsen se mantendrá en contacto permanente con vosotros. Si tenéis alguna duda, contactaros con él antes de hacerlo con el Consejo. En caso que sea algo que él no pueda solucionar, debéis sintonizar este canal, presionar el botón naranja del mando y aguardar. Nosotros os buscaremos en vuestras radios o teléfonos en caso que tengamos un comunicado especial.
Después de un movimiento afirmativo con la cabeza, eché una mirada distraída al aparato apoyado sobre la cama. En la esquina inferior derecha, un pequeño botón anaranjado sin rótulo destacaba entre los grises y los de color rojo, verde, azul y amarillo. Nunca me había detenido a estudiar un mando de televisión, pero suponía que aquél no debía ser del todo convencional. Pocas cosas en aquella casa lo eran, aparentemente.
—Estad alertas, por favor —pidió, en un monólogo que parecía interminable—. En especial usted, señorita Prestwood. Nunca sabemos cuándo puede haber un ataque en la ciudad.
Asentí secamente, sabiendo lo que se esperaba de mí. Desde el principio, me había apoyado en mi don para convencerlos que yo era la indicada para aquella misión. Sabíamos que la zona de Nueva York y Washington eran las más riesgosas, teniendo en cuenta que allí se encontraban las personalidades más poderosas del país y, aparentemente, algo que alguien estaba buscando. Yo podía sentir el peligro. Si había algún mago que merecía un espacio sin la preparación suficiente, era alguien que pudiera anticiparse a los hechos antes que estos explotaran en las caras del equipo asignado. Yo era su persona, o eso era lo que había intentado meterles en la cabeza durante largos y cansadores meses. Con un poco de optimismo, intentaba convencerme que había funcionado y que realmente me necesitaban en aquella misión. No todos estaban contentos con la decisión, pero mi petición había sido aprobada en toda regla. Los ataques habían comenzado a salirse de las manos de las autoridades mágicas, y no podían darse ese lujo cuando su poder parecía estar siendo puesto a prueba.
—Eso es todo, entonces —el hombre del Consejo sentenció y, puesto que Jeremiah parecía desprovisto de la capacidad para hablar o mover su cuerpo, me encargué de confirmárselo con un vago «Lo es». El tipo asintió e hizo una dramática pausa antes de soltar—: Suerte.
Después de eso, la comunicación se cortó inmediatamente, quedando otra vez la pantalla azul frente a nosotros. Observándola fijamente, aún podía sentir el eco de la última palabra adherido a mis oídos.
«Suerte».
Sí, necesitaríamos algo más que eso.

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No puedo decir que no me has sorprendido, siempre superas con creces mis expectativas... espero que esta interesante historia continúe pronto. Saludos...

@J. Chris Me alegro :) La verdad es que de momento se sabe poco y nada, pero ya iré dejando más información. El capítulo que viene será un poco más interesante, creo yo jaja. ¡Muchas gracias por comentar! :)

Besitos.

Soy pésima como lectora en lo que respecta a seguir las historias que no están completas, por lo que de seguro veras mis comentarios días después de la actualización, pero los veras

Siempre he creído que crear otro "mundo" es algo muy difícil, y no solo por el hecho de todas las cosas que se crean, sino porque normalmente no se reciben muy bien y cuando trata sobre fantasía es muy fácil cruzar la línea que topa con lo ridículo, por eso admiro este tipo de historias y a sus autoras. Y creo que si esta historia fuera libro ya estaría en mi estante porque el primer capítulo se sintió tal como me hace sentir el primer capítulo de la mayoría de los libros que tengo en el, de hecho incluso me atrevería a decir que se sintió mejor que algunos.

@Crisálida Críptica Jajaja, lo entiendo, a mí también me pasa; me alegro de cualquier modo que, aunque leas después, te tomes la molestia de comentar :)

La realidad es que sí, crear un mundo diferente es difícil; esa fue, quizás, una de las razones por las que fui postergando esta historia. Creo que uno tiene que tener todo muy 'claro' antes de ponerse a escribir, porque ciertamente correr el riesgo de que se llegue al absurdo si uno no está atento a los detalles. La verdad es que ha sido un trabajito, y me pone muy contenta leer eso. Hace años que vengo con esta historia y realmente busco opiniones porque, entre nos, es un género que me encanta (aunque creo que eso ya lo sabías jajaja).

Muchísimas gracias por leer. Espero que lo siguiente siga pareciéndote bueno :)

¡Besitos!

Por fin he podido leer el primer cap!
Espero tener tiempo pronto para leer el segundo (ahora ya me tengo que ir).
Me ha gustado, pero eso ya lo sabes ;)
Espero q nos leamos pronto
Bikos

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