«Casa de Naipes»: Capítulo XII.

Desde que nos habíamos conocido, había sabido que algo andaba mal con Zachary Reed. Sin embargo, aquello iba mucho más allá de lo que hubiese podido imaginar en el más retorcido de mis sueños.

Mis manos se agitaban suavemente, y tuve que correr una de las viejas sillas de madera para sentarme allí. Aún con el trozo de papel periódico entre mis manos, alcé la noticia. No podía ser. Aquello no podía ser cierto.

Mis ojos buscaron primero la fecha de la nota, desesperada por un poco más de información, con el corazón latiendo contra mis oídos y dificultando el flujo de pensamientos dentro de mi cabeza. 10 de Septiembre. Intenté hacer memoria, pero no podía recordar exactamente cuándo había sido la visita de Scarlett, avisándome que la casa de Edgemont había sido ocupada. Sin embargo, sabía que había sido en Septiembre. Fines de mes, probablemente… ¿Después… después… del… asesinato?

Mi mirada se perdió sobre la madera por unos instantes. La voz dentro de mi cabeza intentaba convencerme de que aquello tenía que ser un error, una mera traición de mi estúpida cabeza, que no dejaba de pensar en Zachary. Sin embargo, las casualidades… simplemente eran demasiadas. Sin haber leído nada, podía jurar que el muchacho sobre la foto era él. Aunque había pasado de un cabello rubio y corto a una melena espesa y oscura, tenía gafas y un aspecto menos… perfecto, el estoicismo de su pose en aquella foto era algo que podría reconocer en cualquier sitio. La misma complexión, la misma seguridad, los mismos ojos claros e intensos…

Y, para colmo, que el asesinato hubiese sido en Los Angeles me hacía creer que no podía ser una tonta coincidencia. Pero… pero… ¿cómo era posible? Ni siquiera me atrevía a pensar en lo que estaba sucediendo allí. No podía creer en ello. Aquellas cosas… Aquella cosas sólo pasaban en los libros que leía, en las novelas que escribía, en las películas que me gustaban o… en cualquier otro sitio. Pero no pasaban en la vida real. La gente no moría y caminaba entre los vivos al día siguiente. Aquello tenía que ser un error, una equivocación… Cualquier cosa, menos la verdad detrás de todo el misterio que Zachary Reed albergaba.

Dando un profundo suspiro, extendí la nota sobre la mesa, con la mente totalmente en blanco. Cuanto más pensaba en ello, más absurdo parecía, por lo que intentaba no analizar en demasía la información que tenía. Simplemente quería seguir adelante, sin saltar a conclusiones, sin alimentar a aquellas voces dentro de mi cabeza que me repetían que era imposible, pero tampoco dejando que toda esa locura tomara posesión de mis pensamientos.


«Beverly Hills, Los Angeles. Evan Hayhusrt, hijo del multimillonario dueño de automotores Hayhurst, fue encontrado muerto en su casa de lujo en la costa oeste»
.

La primer línea me obligó a apartar los ojos nuevamente, abiertos como platos, sintiendo como mi corazón aumentaba su ritmo con vertiginosidad. Releí la oración y entonces mi mente hizo contacto. «Hijo del multimillonario dueño de automotores Hayhurst…».

Automotores Hayhurst.

No podía ser cierto.

Nuevamente sentí que debía apartarme del papel para poder pensar con claridad. Allí era… donde trabajaba mi hermano. No sabía si aquello tenía algo que ver con la historia y lo que había sucedido, pero el hecho de que fuese algo familiar, algo que yo conocía me ponía los vellos de punta. ¿Cómo era posible que todas las cosas tuvieran relación entre sí y que, a la vez, la posibilidad de que aquello fuese cierto era totalmente disparatada?

Restregándome los ojos e intentando volver a enfocarlos en la lectura, proseguí:


«El cuerpo fue hallado la mañana del 10 de septiembre por el ama de llaves, con un corte profundo en el cuello y algunas lesiones menores, según testimonios del forense. El cadáver está siendo sometido a los estudios correspondientes, aunque se presume que podría tratarse de un asesinato. No se descartan las posibilidades de suicido, ya que el arma fue encontrada en la escena del crimen y aún no se han realizado las pericias correspondientes. El joven empresario tenía 25 años y, según testimonios de sus empleados, estaba próximo a asumir el mando en la sede más importante de la empresa, situada en Manhattan, Nueva York. Tenía planeado mudarse en Diciembre a un departamento en la parte alta de la ciudad…»
.

Con mis manos temblando y sujetando el papel con fuerza, salté la parte en la que comenzaba a hablar sobre la empresa de automotores y la historia y el prestigio de la misma. Aquello no era lo que me importaba en aquel momento, y mi cuerpo temblaba con anticipación por la información que aún no conocía.


«Michael Hayhurst, padre de la víctima, declaró pocas horas después de hallado el cuerpo: “Esto no fue un suicidio. Conocía a mi hijo para saber que él no se quitaría la vida. Esto fue un asesinato, y no descansaré en paz hasta tener al artífice tras las rejas.”

Evan Hayhurst será conmemorado con un acto en la sucursal de automotores de Los Angeles. Su familia ha decidido no realizar ninguna ceremonia formal».

.

Volví a quedarme mirando la foto, sin tener ninguna duda. Era él. La línea definida de la mandíbula, la forma intimidante en que sus ojos observaban a la distancia sin ningún cristal cubriéndolo, esa expresión de desinteresada seguridad en su rostro… Me costaba pensar que alguien más pudiera tener todos esos rasgos definidos, incluso cuando el exterior era diferente al que conocía.

Doblé presurosamente el papel y volví a la parte delantera del local para guardarlo dentro de mi bolso. Dándole una sonrisa forzada a mi tía, retome mi trabajo de guardar las cosas navideñas, sin prestar la más mínima atención a lo que hacía. Cuando terminé de empaquetar todo, ni siquiera estaba segura de lo que había guardado y cómo lo había hecho. Había estado en piloto automático durante las últimas horas, yendo y viniendo mientras los clientes hacían lo mismo dentro de la librería. Recién a la hora del almuerzo fui capaz de sentarme con mi tía y me dije a mi misma que tenía que hacer el asunto a un lado por un momento.

Claro, sabía que aquello era totalmente imposible.

—¿Joey, estás bien? —preguntó mi tía. Había ordenado ensaladas y las dos nos encontrábamos comiendo de los contenedores, detrás del mostrador.

—Sí. —Tuve que tomarme mi tiempo para repetir la misma vieja excusa y que mi tono de voz sonara tranquilo—. Sólo me duele un poco la cabeza.

Me quedé un poco más en la librería, aunque me retiré alrededor de las cuatro menos cuatro, mis ánimos ya siendo incontenibles. Mi tía notó el cambio de actitud al instante, y simplemente me dijo que fuera al hotel a descansar, que podríamos encontrarnos al día siguiente, antes del partido de los muchachos. Sin embargo, la perspectiva de estar sola me parecía abrumadora. En cuanto puse un pie fuera de la librería, los pensamientos comenzaron a llegar a mí a mares, haciéndome sentir malestar físico. Zachary siempre había sido increíblemente evasivo con su vida y el misterio a su alrededor jamás había tenido explicación lógica. Por supuesto, la que yo había encontrado, tampoco parecía serlo.

¿Cómo podía ser que él estuviera… muerto?

Sacudí la cabeza y cerré los ojos mientras llegaba a la estación Mineola. El mero pensamiento me hacía estremecer, pero ni siquiera podía sentir pánico. Era más bien un estado de inconsciencia absoluta, sopesando una verdad tan trágica y absurda que se volvía totalmente impensable. Era como escuchar una historia fantasiosa y cavilar sobre ella desde una perspectiva externa. No había una reacción a algo así, porque simplemente era imposible.

El viaje hasta el hotel fue una total bruma para mí. Simplemente, las palabras del artículo seguían repitiéndose dentro de mi cabeza mientras cada encuentro que recordaba, cada palabra de Zachary que permanecía aún en mi mente y cada uno de sus gestos tomaban un color diferente dentro de mi memoria. Todos nuestros encuentros habían sido cuando comenzaba a caer la noche. Él nunca había hablado de su pasado ni de su vida antes de Loch Arbour, con esa costumbre suya de decir mucho sin decir nada. Había un aura de particular autoritarismo e independencia alrededor de él…

Y mi mente volvía a colapsar ante el exceso de información, sin poder llegar a una conclusión que no fuese totalmente disparatada e imposible.

La habitación que compartía con Nate estaba vacía cuando llegué y, teniendo en cuenta la cantidad de grupos adolescentes que se estaban albergando allí, todo el hotel estaba bastante tranquilo. Me dejé caer sobre la cama, sentándome en el borde y dejando que mi vista se perdiera en la pared frente a mí. Me encontré conteniendo la respiración mientras rebuscaba entre los hechos del día, mientras aguardaba, sin esperanzas, que alguna explicación lógica llegara a mi cabeza por arte de magia. No podía conectar los puntos, porque los mismos parecían estar estratégicamente dispersos para que unirlos fuese imposible…

El móvil sonó dentro de mi bolso. Sacudiendo la cabeza, sólo pude levantarme segundos después de haber identificado la melodía, dando trompicones hasta dar con el aparato. Con ansiedad atendí la llamada de mi hermano, que parecía algo agitado mientras hablaba.

Oye, Jo, ¿te parece si nos encontramos en el Hard Rock de Broadway alrededor de las siete? —pidió—. Haré una reserva y te enviaré un mensaje para confirmar, porque estoy un poco apurado y tengo que resolver algunas cosas antes de salir…

Me quedé en silencio, pensando en mi hermano como parte de automotores Hayhurst. Quizás él podía decirme algo más de lo que había sucedido con… ¿Evan? Sonaba raro llamar así a alguien que era prácticamente un calco de aquella misteriosa persona que había conocido meses atrás. Me negaba a adelantarme a lo que sabía, a sacar conclusiones absurdas que mi mente jamás había tenido problemas en crear. Tenía una imaginación grande, lo sabía, pero no era el momento de poner disparatadas teorías sobre la mesa. Quería saber qué pasaba allí con hechos y pruebas.

Nate y los muchachos llegaron alrededor de las cinco al hotel, sudados y bastante cansados, aunque emocionados con la perspectiva de estar a un paso del partido. Yo ya me había bañado cuando mi compañero entró a la habitación, y le conté los planes que había hecho con mi hermano. John me había enviado un mensaje hacía sólo unos minutos para avisarme que la reserva estaba hecha a la hora que habíamos acordado. Nate pareció entusiasmado ante la perspectiva de cenar en el Hard Rock Café de Nueva York, porque pronto saltó de la cama y se puso a buscar sus cosas para bañarse.

Tomándome mi tiempo para arreglarme y entreteniendo mi mente con la televisión, incluso cuando aún sentía aquella pulsada de ansiedad y nerviosismo. Nate hizo todo bastante rápido, por lo que a las seis y diez nos encontrábamos dejando el hotel, después de haberle avisado a Greg que quedaría a cargo de los muchachos durante la cena. Él sólo nos mostró sus pulgares hacia arriba, con aquel entusiasmo adolescente que parecía ser algo natural.

Manhattan tenía la capacidad de fascinarme, sin importar cuántas veces me detuviera a mirarla. La sensación no quedaba sólo en el deslumbramiento, sino que también conseguía amedrentarme un poco. Los edificios enormes, el constante flujo de gente y todo el detalle típico de gran ciudad me resultaban tan familiares y, a la vez, tan atípicos, que sentimientos encontrados me invadían cada vez que ponía un pie sobre el pavimento. Allí no había tiempo para llevar una marcha tranquila por sobre la nieve. Las calles estaban despejadas y las personas se movían con la agilidad de quien es presa de un horario ajustado. Nosotros parecíamos ligeramente fuera de lugar con nuestro entusiasmo y tranquilidad mientras eliminábamos la distancia de pocas manzanas hasta la 43 y Broadway. Había una gran diferencia entre la ciudad de día, y el aspecto que tenía cuando la noche caía y las luces se encendían. La calle de los teatros y entretenimientos era un lujo, algo que parecía sacado de una postal. Si no hubiese estado preocupada por otras cosas, posiblemente me hubiese unido a la sonrisa extasiada de Nate, que, mientras llegábamos a destino, permanentemente remarcaba todas aquellas cosas que habían cambiado desde que habíamos estado allí por última vez.

Llegamos poco antes que Jonathan lo hiciera, aunque nos entretuvimos con la decoración del lugar por más tiempo del debido. Mi hermano llegó alrededor de las siete y cuarto, con el cabello algo desordenado y el impoluto traje bajo el abrigo oscuro. Se me escapó una pequeña sonrisa nerviosa al verlo así, ya que no estaba muy acostumbrada. Sabía lo que su trabajo requería, pero verlo como todo un hombre responsable se me hacía increíblemente extraño. Su personalidad no iba muy bien con el trabajo de oficina, pero parecía saber desenvolverse mejor de lo que habíamos creído cuando había decidido seguir su carrera.

—Perdón, el trabajo es una locura —comentó mientras se quitaba su abrigo y se sentaba frente a nosotros—. Después de las fiestas, todo ha sido un desastre. La sede de Nueva York es un caos.

—¿Por eso te has quedado aquí? —intervine, sintiendo mis pulsaciones acelerarse ante la sucursal de Hayhurst que había estado en mi mente durante toda la tarde—. ¿Estáis teniendo problemas?

Mi hermano sonrió suavemente.

—En realidad, es posible que me quede a trabajar aquí —explicó—. Si todo sigue bien… Bueno, no quería deciros nada hasta saberlo, pero… es posible que consiga un ascenso como supervisor del departamento contable.

Sonreí, olvidando momentáneamente mi interrogatorio para felicitarlo junto con Nate. No me cabía duda que, además de su capacidad y gusto por lo que hacía, Jonathan tenía el tipo de personalidad que sin dudas servía para estar al frente. Mientras yo siempre había sido el tipo de persona que prefería hacer el trabajo silencioso tras el mostrador, mi hermano era el portavoz, ese que no tenía problema en hacerse escuchar y poner sus opiniones en claro. Si tenía que estar a cargo de un departamento, estaba más que segura que haría un trabajo grandioso.

La camarera llegó para tomar nuestra orden y pedimos todo rápidamente, acordando en algunos menús completos para volver a nuestra conversación. Pasada la alegría de la noticia, un solo asunto volvía a estar dentro de mi cabeza.

En cuanto se formó un pequeño silencio en la mesa, creí que era un momento apropiado para dejar caer el asunto casualmente. Por supuesto, controlar la ansiedad en mi voz no parecía un trabajo fácil. Tomé un largo sorbo de bebida antes de decidirme a hacerlo.

—Oye, ¿es cierto que el hijo del dueño de la compañía… murió? —pregunté—. Hoy estaba ayudando a la tía con algunas cosas y cogí un periódico viejo. El nombre me llamó la atención…

El rostro de mi hermano se ensombreció ligeramente.

—Sí, nosotros no sabemos mucho —explicó, jugando distraídamente con su sorbete—. De hecho, la gran mayoría nos enteramos por la prensa. El señor Hayhurst y su familia han sido extremadamente reservados al respecto, y los empleados seguimos el ejemplo, supongo…

Intenté mantener el tono de conversación casual cuando pregunté:

—¿Tú lo conocías? Al hijo, quiero decir.

Mi hermano asintió. Le eché una mirada de refilón a Nate, que parecía escuchar atentamente, ambos ajenos a mi nerviosismo y los latidos absurdamente acelerados de mi pobre corazón. Comencé a pinchar las patatas fritas de mi plato, tan sólo para mantenerme ocupada. De repente, sacudir a mi hermano y pedirle que se apurara para responder estaba resultando una idea increíblemente tentadora.

—Él era muy reservado, y sólo se lo veía ocasionalmente por Boston (creo que estaba trabajando en el sur, o algo así). Yo nunca me interesé demasiado por el cotilleo de cualquier modo. —Aún utilizaba aquel tono anormalmente serio, que me hacía sentir increíblemente atenta a detalles. Mi hermano no era serio si no tenía una buena razón para serlo—. Sólo sé que a mitad de año había llegado el rumor que tomaría el mando de la central de Nueva York, pero luego las cosas en la empresa se pusieron extrañas…

—¿Extrañas?

Él hizo una mueca, como si estuviera lidiando con un mal recuerdo, haciendo perfecta combinación con su tono cuidadoso al hablar.

—Sí… el ambiente cambió. De repente… corría más rumores de lo normal; casi al punto que nadie podía ignorarlos, ya sabes. Los números en la contabilidad eran irregulares… Se respiraba un aire distinto… Viciado.

Pestañeé rápidamente, notando cierta incomodidad en m hermano. En todos mis años de vida, eran contadas con los dedos de las manos la cantidad de veces que había presenciado un momento en el que Jonathan Clare se hubiese sentido incómodo.

—No te entiendo.

Vi a Nate secundar mi comentario con un asentimiento vago.

—Todos decían que el hijo de Hayhurst andaba… por el mal camino, metido en negocios extraños—explicó, aún usando un tono medido—. Creo que nadie dentro de la empresa dudó que aquello había sido un asesinato, y todo menos azaroso.

Me eché hacia atrás, apoyando mi espalda contra la silla e intentando ocultar la expresión de horror que amenazaba con extenderse por mi rostro. Evan Hayhurst había sido asesinado por… ¿sus decisiones de vida? Me costaba creer que aquello tenía alguna relación con la persona que había conocido en Loch Arbour y que, hasta donde sabía, estaba bastante viva. Nada tenía sentido dentro de mi cabeza. Quizás simplemente estaba sugestionándome con cosas que no tenían nada que ver una con la otra y…

La foto en el periódico volvió a mi mente, clara como una presencia física. Aquello no era una maldita coincidencia. Podía jurar por mi vida que el que estaba en aquella foto era Zachary Reed.

Regresamos al hotel alrededor de las diez y media; John tenía que trabajar y Nate tenía que ocuparse de todos los detalles previos al partido, por lo que no nos demoramos mucho después de la cena. La conversación decayó después de las últimas palabras de mi hermano sobre la supuesta naturaleza perdida de Evan Hayhurst. Él no parecía muy feliz hablando de ello, y yo tampoco podía mostrarme más interesada de lo que una persona ajena a la situación podía estar. Cuando se trataba de escuchar sobre el asesinato, mi curiosidad era medida, la de una persona que escucha una historia y quiere saber cómo termina. Pero cuando relacionaba el asunto con Zachary… simplemente no podía hilar pensamientos coherentes. No podía encontrar un sentido lógico a lo que estaba sucediendo allí. Tenía que ser una casualidad. Tenía que ser parte de mi imaginación.

Zachary no podía estar muerto.

Al día siguiente, realmente no pude volver a poner mi mente en orden, ni hacer que el entusiasmo por el viaje regresara. Me sentía perseguida, absurdamente asustada por la idea de que algo de todo lo que había imaginado fuese cierto. Si Evan Hayhurst y Zachary Reed tenían algo que ver… No sabía cómo manejar aquello. Me negaba a creer que algo de todo eso que creía impensable, imposible, pudiese existir. ¿Quién era él?, me había preguntado siempre. Quizás debía comenzar a preguntarme qué era él en su lugar.

Me estremecí ante el pensamiento, dándome una última y distraída mirada en el espejo del baño de la habitación.

Nate me había prestado una de sus sudaderas de la escuela —la mía había pasado a mejor vida después de mi último año—, y debía ponerme en marcha si quería llegar a tiempo al partido. Se suponía que me encontraría con mi tía en la estación. Ambas tomaríamos un taxi desde allí hasta el Stuyvesant High School, un instituto en Chambers Street, cerca de Chinatown, donde se había dispuesto se jugarían los partidos. Nate había salido temprano con el grupo, todos bien dispuestos a hacer un poco de reconocimiento del lugar, un pequeño calentamiento y a llegar tranquilos a la hora del partido. Me habían ofrecido ir con ellos, pero había preferido esperar a mi tía e ir después. Había encendido el televisor y había intentado mantenerme ocupada con la programación, con un libro o con el paisaje que quedaba a la vista desde la ventana de la habitación. Cualquier distracción era buena. Si no pensaba en ello, casi parecía que no estaba allí.

Julianne se encontraba ya en la estación cuando llegué, de pie frente al Starbucks de la sala principal y sosteniendo un vaso térmico. Me dio una sonrisa, oculta entre su bufanda y su gorro de lana. Nos habíamos despertado con un 10 de enero particularmente helado. Aunque llevaba bastante ropa bajo la sudadera de Nate, y me había cubierto con un saco hasta media pierna, seguía sintiendo el aire helado calando por los pequeños huecos que la tela no cubría.

—¿Aún es temprano?

Asentí mientras ella se colgaba de mi brazo, pegándose un poco a mi cuerpo en busca de calor.

—Es a las siete.

Eran las cinco y media, por lo que teníamos un buen tiempo para llegar al instituto donde tendría lugar el encuentro. Realmente no había estado muy atenta al tiempo… Ni a nada, en realidad. Gracias a Dios aún podía utilizar mi mente para hacer que mis piernas coordinaran. Forzarla más parecía tentarla a desviarse a sitios que prefería no remover. Por lo menos, no hasta que estuviera en Loch Arbour. No hasta que pudiera encontrar respuestas lógicas, de la fuente original. Porque tenía que haberlas. Aquello no podía ser un absurdo.

Teniendo el tiempo a nuestro favor y con un recorrido que caminando, como mucho, podía tomarnos una hora, decidimos dejar el taxi y hacer el tramo a pie. Anduvimos en silencio hasta el instituto. En realidad, ella habló y yo me mantuve callada, escuchándola y asintiendo ocasionalmente. De repente, Nueva York había pasado a un segundo plano. Todo se había vuelto ligeramente lejano, de poca relevancia en comparación a lo que tenía en mente. Parecía que el paso del tiempo, lejos de hacer menguar las sensaciones, las volvía más intensas, más desesperadas.

El Stuyvesant High School era una enorme escuela pública ubicada justo frente al río. El amplio terreno y las grandes canchas parecían hacerlo un sitio estratégico para el torneo. El edificio de ladrillos era grande e incluso cuando había una enorme cantidad de gente en la entrada, la construcción seguía imponiéndose detrás de ellos. Aunque el tipo de construcción era simple y típico, verlo metido en aquella ciudad le daba cierto aire especial. Era como si hubiesen arrancado una porción de terreno de un sitio abierto y la hubiesen metido a la fuerza en medio de la civilización.

Superado el tumulto de gente en la entrada, conseguimos abrirnos paso y seguir a la gente que, indudablemente, se dirigía al gimnasio de la escuela. A pesar que, según me había contado Nate, el instituto era bien conocido por su fantástica cancha de básquetbol al aire libre, el cielo encapotado y las últimas nevadas no suponían un buen panorama para un juego a la intemperie. De cualquier forma, cuando llegamos, no pude dejar de notar que el gimnasio parecía un sitio apropiado. Las gradas eran mucho más espaciosas que las de mi ex escuela y la gente parecía conseguir acomodarse sin problemas.

Siguiendo el ejemplo de los demás, Julianne y yo buscamos nuestros asientos en las gradas, que aún se encontraban poco concurridas. Después de haber superado aquella masa de padres emocionados y estudiantes excitados, no me cabía duda que la mayor parte de ellos aún se encontraban haciendo tiempo por los corredores de la escuela. Ambas dejamos nuestros bolsos y abrigos apoyados delante de nuestras piernas mientras echábamos un vistazo general al lugar. Había una buena cantidad de personas con sudaderas granate de la escuela local, que se entremezclaban con algunas azules y con las blancas y rojas de la escuela de Ocean Township.

La gente poco a poco fue llenando el gimnasio de la escuela, mezclándose los colores con las voces y los vítores cuando los equipos salieron de los vestuarios. Nate estaba junto a Greg, y parecía tan ansioso como si fuese otro adolescente más que debía salir a jugar.

Después de algunas idas y venidas sobre el campo de juego, faltaban escasos diez minutos para que el partido comenzara, y la emoción parecía palpable en el tono alto de las conversaciones y el aumento de movimiento a nuestro alrededor. El show inicial de las animadoras comenzó, y la gente no tardó en alentar con fervor. Yo, sin embargo, me encontraba más allá de ello. Era como estar separada de todo por una gruesa película de cristal, por un velo que me permitía ver pero no sentir. Mi cuerpo se encontraba en aquella preparatoria, mas mi mente y sentimientos estaban atados a los recuerdos de todo lo que había sucedido en los últimos meses, a todo aquello que parecía no querer cobrar sentido dentro de mi cabeza.

Me quedé con la vista perdida en el frente, sabiendo que aquellos serían cuatro largos cuartos de juego.

—Te noto preocupada.

La voz de mi tía me sacudió de mi sopor, y sólo pude darle una mirada distraída, casi resignada.

—Lo estoy. —El abatimiento en mi voz hubiese sido evidente incluso para alguien que no me conocía ni la mitad de lo que ella lo hacía.

—¿Es por este asunto del que hablamos el otro día?

Me tomé unos segundos para responder, aún cuando sabía perfectamente a qué se refería.

—Algo así.

Le di una mirada de soslayo momentánea, sólo para volver a observar al frente. El equipo de Nate se encontraba haciendo un pequeño calentamiento, y él estaba a un lado, hablando con un muchacho que debía tener casi un metro noventa de altura.

—¿Qué sucede, Jo? —La voz de mi tía fue suave, como si estuviera pidiendo permiso para indagar al respecto.

Decidí ser honesta con ella en aquella ocasión, especialmente porque, quizás por primera vez, estaba intentando ser honesta conmigo misma. No era una cuestión de valores morales ni de repentina realización. Simplemente estaba asustada y desconcertada. Necesitaba aferrarme a mis propias verdades si no quería seguir cayendo en lo que parecía ser un interminable espiral de misterios y mentiras que comenzaban a volverse absurdas y, de igual modo, peligrosas. La incertidumbre era lo único seguro. Mis propias dudas y miedos eran lo único que podía saber que era real. Ser honesta conmigo misma era el primer paso para encontrar terreno seguro sobre el que ponerme de pie, incluso cuando todo el entorno se empeñaba en sacudir la superficie permanentemente.

—¿Cuándo sabes… cuando es demasiado? —susurré—. Yo… no sé qué estoy haciendo, tía. No sé quién es él. Y no quiero creer en lo que puede ser.

Ella frunció el ceño.

—No te entiendo, Jo. —Su cuidadosa respuesta, ciertamente, no era inesperada. Yo tampoco entendía muy bien lo que estaba diciendo—. ¿Qué pasa con él?

—Hay algo… malo con él —solté ausentemente, dándole una mirada desesperada—. Sé que puedo hablar esto contigo pero… sólo supone qué él… no es como los demás. Hay algo extraño, tía, pero… —Suspiré—. No puedo estar segura. No sé a ciencia cierta qué es lo que sucede.

—Estás asustándome, bebé.

Volví a tomar aire profundamente, soltándolo luego con una lentitud excesiva. Estaba confundiendo las cosas dentro de mi cabeza. Aquellos pensamientos no podían ser expulsados a medias, y sabía que no había forma que pudiera decir lo que pensaba, porque simplemente era absurdo. Pero ¿había alguna otra explicación? ¿Acaso tenía sentido pensar en las relaciones que había hecho después de encontrar la noticia, si mi sentido común y mis propias convicciones sobre el comportamiento de Zachary eran lo único que sustentaba la teoría, lo único que podía tildar de real?

—Sólo… hay algo anormal en él —fue lo único que pude decir—. Algo… imposible.

—Si existe, no puede ser imposible —replicó ella, con una expresión comprensiva que mis ojos captaron de refilón. Sabía que ella siempre estaba abierta a una conversación, por más ilógica que fuera—. Quizás es sólo algo que tú estás viendo. —Hizo una pausa y, ante mi total ignorancia, prosiguió—: Te conozco y entiendo, Joey, porque sé que has heredado esa vena creativa de la familia. Muchas veces tendemos a colgarnos de pequeñas cosas y las magnificamos. Así somos, y es difícil evitarlo. Hacemos un océano de un pequeño charco de agua, y a veces es magnífico. Pero algunas veces, pude jugar en nuestra contra.

—Puede ser… —susurré, girando ligeramente mi cabeza para encontrar sus ojos.

—Habla con él, Joey —aconsejó, aunque podía percibir cierta preocupación en su voz, que intentaba acallar con una sonrisa reconfortante—. Ya te lo he dicho, tienes que poner tu cabeza en orden con respecto a esto, y no hay nada mejor que sincerarte con él primero, si lo consideras tu prioridad.

El partido fue una bruma total para mí, como lo habían sido las últimas horas. Tenía la sensación de haberme dormido durante todos los cuatros, sólo despertando para el final de cada uno, enterándome del resultado al observar el panel a mi derecha. La realidad era que, si bien había estado despierta, había estado prácticamente en otra dimensión, en otro sitio totalmente diferente a aquella escuela de Nueva York. Quizás Julianne tenía razón. Quizás debía ir y plantarme frente a Zachary, preguntarle qué era lo que sucedía con él y pedirle todas aquellas explicaciones que jamás me había dado. Incluso cuando pensar en «acorralarlo» me parecía absurdo —me costaba pensar que la situación pudiera revertirse de un momento para otro, cuando era siempre él quien tenía la eximia capacidad de ponerme en jaque—, quizás podía sonsacarle algo más con el efecto sorpresa.

Mientras los festejos del equipo de Nate comenzaban, terminado el último cuarto, me dije que realmente no era tan fácil. Siendo totalmente sincera, no tenía pruebas certeras de lo que podía decirle. No había nada seguro. Y sin embargo, el artículo seguía grabado en mi mente. La ansiedad corría por mi cuerpo y me hacía sentir un vacío abismal en el estómago ante el mero pensamiento de hacerle frente. Necesitaba hacerlo. Tenía que saber si había una mínima posibilidad de que Zachary rompiera todas las reglas que conocía, o si yo sólo estaba volviéndome loca.

El equipo de Nueva Jersery había ganado 80-62, y aquella había sido la primera de una serie de victorias apretadas que los habían llevado a la clasificación a nivel continental. Si bien habían quedado terceros entre los treinta y dos equipos participantes, aquello les alcanzaba para la clasificación, eximiéndolos del repechaje al que debían someterse los que habían quedado en el cuarto puesto. Tuvimos diez días de partidos, donde el equipo de Nate tuvo que jugar prácticamente día por medio. El agotamiento que aquello suponía no parecía demasiado para los entusiasmados jóvenes, motivados por las victorias y la cercanía a llegar al torneo americano después de años sin que la escuela lo consiguiera. Yo sólo podía seguir su ritmo con una sonrisa a la fuerza, obligándome a meterme en el papel de fanática, algo que había resultado bastante bien durante mis años de preparatoria. De cualquier modo, aunque lo había intentado con todas mis fuerzas, estaba segura que sólo podía recordar una o dos jugadas después que terminaba cada partido. Difícilmente podía encontrarme sentada sin hacer nada y evitar que mi mente fuese hacia lugares oscuros y complejos. Necesitaba ir a Loch Arbour. Necesitaba respuestas a preguntas que ni siquiera estaba segura de poder formular en voz alta.

—¡Venezuela, allí vamos! —gritó Nate la última noche, decidido a que todos salieran a festejar el tercer puesto que habían obtenido en buena ley.

El sitio era un Whooper Bar localizado en una esquina, lo suficientemente grande para que un grupo de veinte muchachos y tres adultos entráramos sin problemas. Ninguno de los jóvenes tenía edad suficiente para entrar a otro bar que no fuera aquel, por lo que debían conformarse con enormes hamburguesas con la variedad más absurda de ingredientes y sodas en vasos de cartón. Pero eso no podía apagar su buen humor. Si Nate, con sus veinticuatro años se encontraba emocionado, los adolescentes parecían no caber en sus propios cuerpos.

Con todo el jolgorio que suponía andar por Broadway en la noche, con la fascinación de las luces sobre nosotros, el camino de regreso tardó mucho más que si no hubiésemos hecho de rodillas. Realmente era fascinante sentir toda la adrenalina que suponían las multitudes de gente, los grandes edificios y las atracciones para todos los gustos. Era un lugar mágico. Un sitio que parecía emitir una llamada silenciosa, un brillo hipnótico que amenazaba con quedarse grabado para siempre en la retina.

El viernes 21 fue el día elegido para regresar. Había tenido la posibilidad de hablar con mi tía, asegurándole que me tomaría tiempo para regresar. Ella prometió también que nos daría una visita cuando pudiera. A pesar de todo, Julianne siempre me recordaba que su corazón permanecía escondido en un rinconcito de Loch Arbour. Nueva York era su casa y su sitio en el mundo, pero en Nueva Jersey se encontraba su hogar. Y, como ambas sabíamos, aquello era algo imposible de reemplazar.

Estaremos allí pronto, mamá.

Le di una sonrisa cansada a Nate mientras él cortaba la comunicación, sentado a mi lado en el autobús. Había una suave nevada estrellándose contra los vidrios, y el silencio era tal que casi podía oírse el impacto. El viaje de regreso había cargado con la monotonía del recorrido ya realizado y el cansancio de todos los muchachos, que por fin parecían haberse decidido a dejar de cantar y vitorear y cerrar las bocas y los ojos por un rato. Nate, el conductor y yo éramos, posiblemente, los únicos despiertos en el vehículo mientras nos acercábamos a nuestro hogar. Después del desayuno nos habíamos despedido de Greg, que trabajaba en una escuela pública de Queens, ya que la intención inicial había sido llegar a Ocean Township al mediodía. Echando un distraído vistazo a la pantalla de mi móvil, noté que efectivamente habíamos cumplido con los tiempos. 12:13.

Mis ojos se quedaron adheridos a la pantalla, que no evidenciaba cambios desde la última vez que la había revisado. Dentro de mi buzón había un par de mensajes que mi hermano y mi tía me habían estado enviando en las últimas semanas, algunos otros de Nate cuando no estábamos juntos, incluso de mi madre. Zachary no había vuelto a evidenciar ningún tipo de deseo de mantenerse en contacto conmigo, y lo creía mejor así. No sabía cómo podría haber afrontado tener que darle una respuesta, por más que fuese escrita, y ni hablar de tener una conversación. No pensar en él suponía no tener que pensar demasiado en el asunto, aunque sabía que aquello no duraría demasiado. Estar de nuevo en Loch Arbour era un recordatorio de que, tarde o temprano, debería abordar el asunto.

La preparatoria fue el punto de división para todos. Cada uno de los muchachos tomó el camino que lo llevaba a su casa, muchos marchándose en grupos y aún con la emoción de saberse entre los mejores del torneo. Nate y yo nos dirigimos hacia su casa, aunque yo sólo tenía intensiones de detenerme allí por un momento. Él estaba agotado. Y yo, en algún punto, también. Aunque las situaciones habían sido diferentes, los días habían sido intensos para ambos. Un poco de descanso no nos vendría mal.

—¿Por qué no te quedas? —me preguntó.

—Estoy cansada, pero quiero… pasar por la librería. —expliqué con menos convicción de la que hubiese deseado—. He traído algunas cosas desde Nueva York…

Nate ladeó la cabeza, como si su idea de descansar no fuese exactamente esa, pero finalmente asintió. Quizás debía aferrarme a ese plan, incluso cuando todo me pedía que sólo me fuera a mi casa y me tomara el resto del día. Toda la información acumulada en mi cabeza estaba pidiendo una vía de escape, y no sabía si estar rodeada de libros y fantasía sería una buena idea. En aquel momento, mi imaginación se encontraba lo suficientemente dilatada como para seguir tentándola.

El deseo de hacer las cosas bien, sin embargo, se esfumó en el preciso momento en el que decidí salir hacia mi casa. El frío era glacial y había prometido a Nate que me llevaría su coche para evitar caminar bajo la nevada. Metida dentro del automóvil, no pude evitar reconsiderarme mi destino. Quizás no era el movimiento más inteligente para hacer, pero el mero pensamiento de enfrentarme a lo que me había estado volviendo loca hacía que la adrenalina se disparara instantáneamente. Podía sentir los latidos atropellados de mi corazón mientras aferraba las manos al volante. Sabía que tenía que hacer algo. Sabía que cuanto más postergara el momento, más me costaría tomar la resolución de hacer algo al respecto. Había estado días pretendiendo que no existía, echándolo hacia el fondo de mi mente para poder mantener la calma. Pero estando allí, todo era diferente. Era mucho más consciente que había pasado meses junto a alguien que no conocía. Sentía una absurda atracción por alguien que, desde un principio, no sabía si existía.

Tomé la curva que se desviaba por Deal Lake, buscando Edgemont. Era una decisión idiota, teniendo en cuenta que no sabía que decir. Sólo era consciente, increíblemente consciente, del pequeño trozo de papel que seguía quemando dentro de mi bolso. Una simple noticia, unas pocas palabras que habían trastocado la poca estabilidad que Zachary había construido con mentiras.

Me detuve frente a la familiar vivienda mas no bajé del auto. Me quedé con las manos apretando fuertemente el volante, intentando tranquilizarme. No sabía con precisión qué decir. No estaba segura siquiera de tener alguna suposición al respecto. Sólo sabía que aquello no podía ser una coincidencia. No era sólo yo intentando explicar una actitud que no parecía responder a nada de lo que conocía.

El camino desde al vehículo hasta la puerta de la casa me pareció diez veces más largo de lo que era. Mis pasos eran lentos, medidos y silenciosos contra la capa de nieve atiborrada sobre las piedras. Tenía la mente en blanco, y el corazón me latía con tanta fuerza que respirar era trabajoso, casi doloroso. El aire helado contra mi rostro tampoco estaba facilitando la tarea. Sólo podía pensar en ese «ahora o nunca», en ese sentido terminal que debía darle a una situación que tentaba a ser dejada de lado.

Golpeé la puerta con el puño, clavando mis uñas contra la palma helada de mi mano. Tuve que esperar unos pocos minutos antes que abrieran. Mi corazón se aceleró con renovadas ansias cuando la madera cedió, aunque la aparición de Scott supo disminuir mi padecimiento, por lo menos de momento. Él me miraba con desinterés, casi con aburrimiento. Supuse que mi visita era algo predecible y molesto, pero no podía importarme menos.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó, y ni siquiera necesitaba de aquella reacción para saber que no estaba feliz con mi aparición. Él mismo me había dejado muy en claro que estaba mejor lejos de aquella casa, por motivos que nadie parecía querer revelarme.

El mero pensamiento me hizo estremecer. En aquel preciso momento, no dudaba que él estaba en lo cierto y tenía sus razones para mantener información fuera de mi alcance. Zachary destilaba un aura particular, algo extraño, atractivo y distinguido que había notado desde la primera vez que lo había visto, desde la primera vez que habíamos hablado o él había intentado un acercamiento. Sabía que lo más sensato era escaparme, dejar de preocuparme por cosas que no me incumbían en absoluto. Sin embargo, no podía irme. No cuando no sabía dónde demonios estaba parada. No cuando no tenía ni idea si había enloquecido completamente, o si aquello en verdad podía ser posible.

Con los dedos torpes y las manos agitándose suavemente, rebusqué en mi bolso el trozo de papel periódico que había doblado cuidadosamente. Desplegándolo con una dificultad absurda y manos temblorosas, lo cogí del extremo superior y lo puse frente a Scott, soltando en un siseó nervioso:

—Necesito saber qué sucede.

Él no habló, mas la mirada de sombría sorpresa en su rostro me dijo todo.

No eran imaginaciones mías. Allí, efectivamente, sucedía algo. Algo que estaba segura de no querer, pero que necesitaba saber.


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