«Casa de Naipes»: Capítulo X.

Con una tranquilidad envidiable e, incluso así, el desafío flotando alrededor nuestro, Zachary y Scott se observaron prolongadamente, en cuanto este último cruzó a nuestro lado de la acera. De alguna forma, parecía ser que yo pronto pasaba a un segundo plano cuando ellos se encontraban en el mismo espacio físico. No era difícil notar que no sólo no se soportaban, sino que además parecían tener sus razones para hacerlo. Por supuesto, aquello yo no podía saberlo. Si debía tomar nota de todas las dudas que tenía sobre Zachary Reed y su entorno, posiblemente necesitaría un cuaderno o dos para cumplir con la tarea.

—Amas jugar con fuego, ¿no? —siseó Scott.

Zachary sonrió con superioridad, de esa forma tan suya. A mí aún me resultaba extraño mirarlo a la cara después de semejante beso —incluso me avergonzaba el mero hecho de que Scott estuviese allí, como testigo presencial de todo lo que había sucedido—, pero él no parecía tener problemas con ello. Realmente me costaba pensar en la posibilidad de pillar a aquel hombre sintiéndose incómodo por algo.

—Pero tú sabes —dijo lentamente—, la ventaja de jugar con fuego es que uno aprende a no quemarse.

—Tú no necesitas quemarte por tu cuenta —respondió Scott que, a diferencia del otro hombre, parecía hablar seriamente—. Te facilitarán el trabajo.

No era una novedad que yo me encontrara perdida en la conversación; comenzaba a acostumbrarme a ello. Lo que verdaderamente me tenía confundida era la forma en la que Scott y Zachary parecían tener ideas diferentes sobre un mismo asunto. ¿A qué iba tanto misterio? ¿Por qué daba la impresión de que los dos estaban hablando de algo que salía de los límites de una charla de trabajo? Y, especialmente, ¿por qué parecía ser que Zachary estaba bajo amenaza? ¿La forma de hablar de Scott estaba siendo metafórica?

Tuve que morderme el labio inferior para que todas las preguntas no salieran incoherentemente de mis labios.

—¿Por qué te importa tanto? —preguntó Zachary, con una sonrisa apática—. Comenzaré a pensar que realmente te preocupas por mí.

El joven rubio rodó los ojos, soltando un corto resoplido entre dientes. Se pasó una mano por el cabello, dejándolo más desordenado de lo que ya se encontraba, con ese tic despreocupado que parecía ir demasiado bien con sus camisas a cuadros y los tenis raídos.

—Eres imposible.

—Gracias.

Los dos muchachos se sostuvieron la mirada por un momento, antes que Scott suspirara nuevamente, con resignación. Incluso cuando los dos parecían bastante tercos, daba la impresión que el rubio lo sentía más como una carga, una responsabilidad. Para Zachary, simplemente, parecía otro entretenimiento.

—Ahora, si nos disculpas…

Tanto Scott como yo nos sorprendimos ante la premisa del joven Reed, mientras una de sus manos pasaba por alrededor de mis hombros, guiándome hasta el lado del copiloto. Deteniéndome frente a la puerta, vi como el empleado de Zachary rodaba los ojos desde el otro lado del vehículo.

—No sé qué es lo que estás planeando, ni me interesa, pero ¿puedes dejarlo de una vez? —pidió—. Vuelve a la casa.

Sentí como el brazo dejaba mis hombros. Con andar lento y esa sonrisa socarrona sobre los labios, Zachary volvió a enfrentar a Scott. Incluso cuando estaba dándome la espalda y su voz era baja y hostil, pude escuchar perfectamente cuando siseó:

—No eres mi niñera, Rixon.

Incluso a pesar de lo amenazante en el gesto del hombre de cabellos oscuros, el joven frente a él sólo sonrió de lado.

—Y tú ya no eres un jodido niño.

—Sí, tú sabes sobre eso —repicó Zachary rápidamente, y pude percibir ese matiz burlón en su voz—. Ahora tiene que obedecer órdenes porque eres el hombre.

La sonrisa sobre el rostro de Scott se borró a una velocidad increíble, siendo reemplazada por la tensión en su mandíbula y sus labios extendidos en una fina línea. El cansancio había dado paso al enojo en el preciso instante en el que las palabras del moreno se habían perdido en el frío aire nocturno.

—¿Sabes qué? —siseó Scott—. Haz lo que demonios quieras. No cargaré con ello en mi consciencia, imbécil.

Como si toda la discusión previa no hubiese significado nada, el rubio se dio vuelta y volvió a cruzar la calle, alejándose. Segundos después que él desapareciera entre los árboles, escuchamos el suave rugido de un motor. Un automóvil salió disparado por la calle, y no era difícil deducir que había sido aquello lo que nos había estado siguiendo. Zachary lo había sabido todo el tiempo.

Mientras me metía en el automóvil, seguí a mi acompañante con la mirada. Por más que lo intentaba, no podía comprender qué era lo que buscaban ambos con aquella guerra de egos suya. Scott estaba tratando de mantener a raya a Zachary y este parecía burlarse de sus intentos, sin inmutarse por ser tratado como un niño o ser llamado imbécil por su empleado. Pero, en principio, ¿por qué el propietario de Edgemont tenía que ser vigilado? ¿Qué era lo que Zachary había hecho para tener a Scott pisándole los talones permanentemente?

—No esperas que viaje contigo sin preguntar que acaba de suceder… —musité, casi pensando en voz alta.

Zachary encendió el motor, dándome una mirada desinteresada.

—Como dije, un tío molesto, eso es lo que acaba de suceder —respondió, retomando el camino por las calle de la ciudad.

Resoplé. ¿Por qué aún albergaba esperanzas que él me respondiera directamente?

—Dijiste que estaba aquí porque tu compañía lo había enviado —susurré, intentando atar los cabos por mí misma—. Pero Scott… ¿él dijo que podrían… quemarte? Quiero decir, ¿estaba… hablando en serio?

Él sonrió, muy pagado de sí mismo.

—Ese tipo es bastante literal —comentó, con mucha menos importancia de lo que el asunto debería tener. Era su vida de lo que estábamos hablando—. Ahora ¿por qué te importa?

Fruncí el ceño.

— Porque no sé nada de ti, y tú aún así sigues arrastrándome contigo.

Él sonrió. Simplemente siguió manejando, como si fuese una tranquila tarde para pasear. Apreté los labios, pensando que no era Zachary quien me daría las respuestas. Ahora sabía que también podía hablar con Scott, y él parecía ser un poco menos… misterioso. Aunque había intentado, estaba convencida que el hombre junto a mí no soltaría ni una palabra más de la debida. ¿Por qué? Bueno, eso seguía siendo un perfecto misterio.

—Ya te lo he dicho varias veces —dijo, después de un momento—. Nadie te está obligando a nada, Jolene.

—Ilumíname —insistí, girándome en su dirección, mientras él disminuía la velocidad, sin siquiera fijarme en dónde nos deteníamos—. No me estás obligándome, lo pillo, pero ¿por qué… sigues buscándome? Si no hay nada en Loch Arbour que te interese, ¿por qué sigues aquí?

El auto se detuvo por completo y él se giró en mi dirección, apoyando su mano sobre mi asiento y acercándose. Por inercia me eché hacia atrás, aunque no lo suficiente como para perder pista de la intensidad de sus ojos. No había burla ni pedantería en su mirada en aquella ocasión. Lo único que podía ver era seriedad, incluso cierto enojo que no podía saber a ciencia cierta si había sido provocado por mi curiosidad. Inevitablemente sentí deseos de encogerme en mi asiento. No sabía con precisión qué era eso sobre él que lo hacía ver tan… poderoso. Era irónico, teniendo en cuenta que, si bien era alto, no tenía una contextura física exagerada. Si lo comparaba con mi hermano, Zachary incluso parecía delgado y carente de músculos —por lo menos, por lo que evidenciaban sus ropas—. Pero su mirada… había algo en ella que simplemente parecía tener la capacidad de doblegar a cualquiera.

Tengo que estar aquí, y tú pareces ser lo suficientemente inteligente para saber que la ignorancia es felicidad, por lo que te recomiendo que no insistas con los por qué. ¿Acaso no disfrutas de mi compañía?

Ignoré su última pregunta deliberadamente. Fruncí el ceño, aún sin despegar mis ojos de los suyos. La seriedad en su tono… Zachary no estaba jugando en referencia a lo que escondía. Allí había algo mucho más oscuro de lo que yo había creído en un principio. Sus sonrisas, ese sarcasmo misterioso y desenfado… ¿Acaso todo aquello no era más que una fachada?

Humedecí mis labios antes de continuar:

—Todavía no me respondes por qué… estás conmigo. Ni por qué volviste a besarme.

Él se reclinó un poco sobre su asiento, dándome más espacio, aunque sin apartar su mirada de mí. Echando la cabeza hacia atrás, me dio una mínima sonrisa de lado. El cambio de actitud era evidente. Ya no podía saber si estaba hablando en serio o volvía a ocultarse en la comodidad de ser sarcástico y pedante.

—Ya te lo dije también —replicó con sencillez—. Estoy aburrido aquí. Nunca es malo tener una guía local.

Endurecí mi mirada ante su comentario despreocupado, sintiéndome ligeramente ofendida. El egocentrismo ya no me sorprendía, ni mucho menos las razones que alegaba tener; mas después de haber sido besada de aquella forma, me sentía un poco ofendida. Especialmente porque, para él, las sensaciones no parecían ser ni una décima parte de las que yo tenía que sufrir cada vez que él estaba cerca.

—Puedes comprarte un GPS, ya sabes.

Su sonrisa de lado se extendió, volviéndose casi peligrosa. Volvió a inclinarse ágilmente, hasta que su rostro se encontraba demasiado cerca. Su perfume me golpeó con fuerza, obligándome a mantenerme en mi sitio y evitar gemir con descontento. Conocía la mirada en sus ojos, demonios que la conocía lo suficientemente bien como para poder sentirme tranquila con ella.

—Créeme, hay demasiadas cosas que no puedo hacer con GSP y que puedo hacer contigo —susurró—. Puedo mostrarte, si quieres.

—No, gracias —murmuré—. Y si dejaras de besarme sin mi consentimiento, te lo agradecería.

Él sonrió antes de alejarse, abriendo la puerta y bajándose del auto. Recién en aquel momento me di cuenta que nos habíamos detenido frente a un bar de aspecto sencillo, incluso algo inhóspito. Aunque había un par de autos, también algunas motocicletas estacionadas fuera del lugar, el exterior del sitio evidenciaba la misma calma que la que había dentro de él. La parte principal se encontraba iluminada por unas opacas luces anaranjadas, con viejas mesas de madera distribuidas uniformemente. Había una larga barra a un lado, con un estilo similar al bar en el que había visto a Zachary después de nuestro primer encuentro. El local tenía aquel rústico aire playero, una tendencia predominante en la mayor parte de los bares cercanos a la costa. Una suave capa de humo de cigarrillo y olor a alcohol llenaban perezosamente en el ambiente.

Zachary apoyó una mano en mi baja espalda, guiándome por entre las mesas ante la atenta mirada del pequeño grupo de consumidores. Además de algunos clientes solitarios, había unos cinco muchachos, cuyas tablas apoyadas contra la pared junto a su mesa evidenciaban su calidad de surfistas —incluso cuando me costaba pensar que el deporte pudiera practicarse con la nevada—. Sentí sus miradas sobre nosotros mientras pasábamos por un costado. En el centro del bar, tres parejas bailaban una música que, a mi parecer, ni siquiera servía para seguirle el ritmo con el cuerpo. Ellos, de cualquier modo, parecían hacerlo animadamente, por lo que simplemente seguimos de largo y ocupamos una pequeña mesa en un rincón.

Podía sentir aún los ojos de los demás sobre nosotros mientras nos deshacíamos de nuestros abrigos. Y no era a mí a quien miraban. Era difícil saber el por qué, pero el aire autoritario de Zachary parecía tener cierto atractivo para los ojos aburridos. No importaba el sitio donde se encontrara, él siempre andaba por el lugar como si le perteneciera. Me costaba creer que Scott pensara que podía haber algún tipo de peligro para él. Era difícil creer que alguien como él tuviese debilidades, cuando a veces ni siquiera parecía humano.

—¿Qué estamos haciendo aquí?

—Beber algo, por supuesto —comentó, dándole una distraída ojeada al viejo menú sobre la mesa.

—Deja de hacerte el listo conmigo —gruñí, sus ojos azules pronto encontrándose conmigo en una mirada desafiante. No era difícil saber, después de los numerosos encuentros, que no le gustaba que le llevaran la contra—. ¿Vas a decirme algo… o simplemente seguirás arrastrándome por todo Nueva Jersey?

Él sonrió. Esa sonrisa que me provocaba desesperados deseos de golpearlo.

—Tranquila —dijo—. La idea de beber es relajarse.

Tenía ganas de hacer una rabieta de impotencia. ¿Por qué me ponía las cosas tan complicadas?

—Debo interpretar entonces que seguirás sin decir nada.

Antes de responder mi pregunta, Zachary ordenó a la camarera un whiskey, dándome el espacio a mí para pedir mi propia cerveza. La muchacha lucía joven —posiblemente era aún una adolescente— y tenía una mirada curiosa sobre su rostro. Como los del resto de la clientela, sus ojos no estaban interesados en mí. Ella parecía esperar algo más de Zachary. Todos los hacíamos, para ser honesta. Él, ajeno a cualquier factor externo, sacó una cajetilla de cigarrillos y encendió uno. Aunque había sentido el aroma impregnado en él, era la primera vez que lo veía fumar. Con gracia tomó el cigarrillo entre sus dedos y le dio una profunda calada, girando el cuello para echar el humo lejos de mi rostro.

—¿Qué es exactamente lo que estás tan deseosa por saber? —preguntó, inclinándose sobre la mesa y dándome una de esas miradas increíblemente burlonas. Ya no era una novedad que él parecía divertirse con mi curiosidad y mi insistencia. Y yo era tan idiota como para seguir preocupándome—. ¿No crees que ya sabes suficiente?

—¿Cuánto es suficiente para ti?

—Sabes mi nombre, mi edad, mi profesión y que tengo deseos de beber algo contigo —comentó casualmente, volviendo a llevar el cigarrillo a sus labios y haciendo una pausa para darle una pitada—. ¿No te basta para una noche? Incluso sabes algunos de mis gustos literarios, por lo que puedes hacer conversación para romper el hielo —esto último lo dijo como si el hecho realmente lo sorprendiera, aunque el saber que seguía jugando con la ironía era asquerosamente evidente.

—¿Es tan malo? —susurré.

Él se echó hacia atrás, apoyando uno de sus brazos en el respaldo de su silla.

—Es bueno que seas inteligente.

Bebimos en silencio. Incluso podía jurar que el ruido dentro del bar había disminuido. La música seguía sonando, la voz de Frank Sinatra volviéndose un suave murmullo mientras las parejas se movían al compás. Yo había reducido la atención a mi cerveza, ocasionalmente echando una mirada a Zachary, que ya había apagado el cigarrillo y tomaba esporádicos sorbos de su vaso, aun manteniendo aquella postura relajada y, aún así, increíblemente absorbente. Estaba tan sumida en la tensión del momento, que me cogió por sorpresa cuando mi acompañante se puso de pie y extendió su mano en mi dirección.

—¿Qué? —pregunté, cogiéndola con vacilación.

—Me gusta esta canción —fue su sencilla réplica, la introducción de I’ve Got You Under My Skin sonando en el bar.

Lo seguí por entre las mesas hasta el centro del bar, con la curiosidad de algo que parecía imposible. ¿Él quería… bailar? Realmente, no tenía a Zachary como el tipo que podía disfrutar de eso, aunque la música parecía apropiada para él. Casi sin darme cuenta, sentí una de sus manos en mi espalda, envolviendo mi cintura, y él se encargó de alzar las nuestras, ya entrelazadas, hasta que quedaron casi a la altura de nuestros hombros. Con un suave balanceo, comenzamos a movernos al compás de las otras parejas, volviéndose la perfección del sonido y la extrañeza del momento una combinación embriagadora. Sentí su mano delicadamente en mi baja espalda, haciendo pequeños y silenciosos movimientos mientras nuestros pies seguían el ritmo. Me encontré a mí misma moviéndome relajada, no necesariamente bailando, sintiendo la familiar opresión en el pecho cuando mis ojos quedaron atrapados en los suyos, ligeramente ocultos detrás de los cristales de las gafas y oscurecidos por las luces bajas del lugar. La sensación de su perfume tan cerca y del calor que emanaba su cuerpo tenían la atracción usual que podía generar en cualquier persona, pero había algo sobre él que… simplemente no podía explicarse. El absurdo de la situación entre ambos ni siquiera podía molestarme. Realmente no recordaba haber hecho aquello jamás, sintiéndome tan bien y tan mal respecto a algo al mismo tiempo. Parecía ser que cada vez que estaba más cerca de él de lo que era saludable, las emociones se entremezclaran con cierta culpa que, de cualquier modo, no podía refrenar la excitación.

La canción se terminó y dio pronto paso a otra, pero aquella pequeña pausa entre ambas bastó para que me deslizara fuera de los brazos de Zachary y me excusara para ir al servicio. Después de un rápido recorrido por entre las mesas, empujé la desvencijada puerta de madera y me detuve enfrente de los lavabos. Mojé mi rostro y dejé que mi reflejo me devolviera aquella mirada ausente. Cuando mis deseos por permanecer junto a él se volvían tan fuertes como los de salir corriendo de allí en aquel preciso instante, las cosas se volvían peligrosas.

Acomodándome el cabello detrás de las orejas, me dispuse a salir y volver a enfrentarlo; podía pensar con mayor claridad cuando él estaba lejos. Con determinación, caminé directamente hacia Zachary. Apoyando un billete de diez dólares en la mesa y cogiendo mi abrigo, solté:

—Me voy.

Sonrió suavemente, antes de ponerse de pie y coger su chaqueta también. De alguna forma, parecía casi como si hubiese previsto mi movimiento. Otra vez.

—Vamos, te llevaré.

Intercalé una mala mirada en su dirección en tanto seguía abotonándome el abrigo.

—No necesito una niñera.

La sonrisa remanente en su rostro volvía a despertar mis deseos de golpearlo.

—Soy protector con mis cosas.

—Yo no soy tuya.

—Estás conmigo ahora —se apoyó sobre la mesa, inclinándose un poco en mi dirección y dándome una de esas miradas significativas—. Es instintivo.

—No soy tuya —sólo pude repetir.

Él simplemente sonrió de lado, dejando el tema mientras rodeaba la mesa y ponía una mano en mi baja espalda, guiándome por entre las mesas otra vez, camino hacia la salida. Aunque me había quedado con la última palabra, su expresión condescendiente no me dejaba con el sabor que una victoria en una pelea verbal debía tener. Él siempre parecía increíblemente convencido y complacido con sus palabras. Si Zachary lo decía, parecía tener el valor de una verdad universal. Ugh.

El frío aire de Bradley Beach nos abrazó mientras hacíamos un silencioso camino hasta el auto. No estaba nevando, mas aún había una buena capa de nieve sobre el pavimento. Dejándole claro con una simple mirada que yo podía abrir mi propia puerta sin sufrir calambres, volví a ver un destello de la familiar expresión burlona de mi acompañante mientras me subía al puesto del copiloto. Él mismo se montó al vehículo, poniéndolo en marcha al instante.

De alguna forma, era una bendición que hubiese optado por el mutismo durante nuestro viaje. Si no iba a decirme nada útil y libre de burlas o sarcasmo, era preferible que se quedara callado.

Sólo escuchando la música baja de la radio, hicimos el recorrido de regreso hasta Loch Arbour. No podía dejar de sorprenderme por la naturalidad con la que Zachary seguía actuando, incluso a pesar de nuestros encuentros y las… cosas que pasaban entre nosotros. Si me ponía a pensar en la primera vez que lo había visto, él seguía siendo el mismo. Yo, por el contrario… Realmente no estaba segura de cuánto había cambiado desde que él había llegado. Desde mi moralidad hasta mi forma de pensar, él parecía haber modificado todo.

Zachary aparcó frente a mi casa. Cuando el motor del auto fue apagado, el silencio quedó flotando sobre nosotros con la misma delicadeza con la que los copos de nieve comenzaban a caer. Eché una rápida mirada a mi casa, donde las luces aún permanecían apagadas. Incluso cuando sabía que Nate se encontraba ocupado con los asuntos del campeonato, había vuelto a ser increíblemente consciente de él justo en aquel preciso instante. No tomó mucho tiempo para que comenzara a sentir aquella mezcla de sensaciones dentro de mí, donde se debatían el desprecio, la incredulidad y la duda. Jamás dejaría de sentirme mal por lo que estaba haciendo, pero cuando Zachary estaba cerca… no podía pensar en otra cosa que no fuese él, y todo lo que deseaba conocer. Siempre que estábamos juntos, todos mis sentidos se encontraban enfocados en él y los mínimos detalles, en aquellas pequeñas cosas que pudieran abrirme un camino hasta su lado honesto. Era casi como estar hipnotizada.

Y sabía que necesitaba romper el hechizo. Necesitaba hacerlo, antes que alguien saliera lastimado.

Él me acompañó hasta la entrada de mi casa, con una escena que se me hacía tan familiar como impensable. Zachary me había besado otra vez aquella noche y, lo que para él había parecido ser un juego, había vuelto a sacudir todas mis convicciones. Todo estaba bien si nosotros sólo salíamos, pero cuando traspasaba la barrera de distancia entre nosotros, las cosas adquirían un matiz más complejo. Yo no quería lastimar a nadie. Y era lo suficientemente egoísta también para reconocer que tampoco deseaba salir lastimada.

Rápidamente saqué las llaves de mi bolso. Después de una despedida paupérrima, intenté atinar a la cerradura. Antes que pudiera abrir la puerta, la mano de Zachary se apoyó sobre el picaporte, atrapando mi cuerpo entre el suyo y la superficie de madera. Inhalé y contuve la respiración por un momento mientras él susurraba en mi oído:

—¿Estás sola?

Giré para encararlo, tan sólo porque quería dejar en claro lo que estaba pensando. Aquello estaba mal. Lo había sabido desde un principio. Sin embargo, había sido arrastrada hasta llegar a una situación que parecía irreversible. Por lo menos, dentro de mí. Esperaba que las fachadas fuesen lo suficientemente creíbles para hacerle pensar a él lo contrario. Cuando él se inclinó un poco más cerca, intenté hallar la firmeza en mi voz.

—Zachary, no.

Él sonrió. Mi tono había sido más una súplica que una orden.

—No ¿qué?

Torcí el gesto cuando la calidez de su aliento hizo un peligroso contacto con mi piel helada.

—Esto. Nosotros —musité, intentando buscar esas palabras justas que sabía que jamás encontraría. No con él allí—. Tiene que terminar.

Él no pareció afectado por mis palabras. Me costaba creer que en algún momento ellas pudieran hacer algo contra ese exterior lleno de templanza y seguridad que evidenciaba engaño por cada rincón por el que se lo mirase. Zachary sonreía, e instantáneamente podía ver en el gesto una burla siendo anunciada. Jamás me tomaba en serio.

—¿Terminar?

—Déjalo —siseé, la furia comenzando a crecer en la vergüenza—. Vete.

Su expresión no vaciló ni un segundo ante mi tono cortante. Las comisuras de sus labios no estaban elevadas, pero la mirada en sus ojos era una expresión familiar y ladina, como si ellos tuviesen la capacidad de sonreír tan burlonamente como su boca.

—Bien —respondió él con tranquilidad—, pero sabes que lo que dices no es lo deseas en realidad —sus ojos azules permanecieron unos instantes sobre los míos antes que se diera la media vuelta—. Buenas noches, Jolene.

Prácticamente a trompicones, conseguí entrar a la casa. Deshaciéndome de mi abrigo, me acurruqué sobre el sofá, que ya parecía estar familiarizado a recibirme cada vez que me sentía demasiado abatida como para arrastrarme hasta la cama. El deseo y la moral eran un debate que no podía seguir cargando dentro de mí. Las palabra de Zachary eran ciertas, sí; pero también tenía en claro mis propios valores y los límites que estos imponían. Había una vida, algo que estaba fuera de mi control. Él mismo me había dicho que alguien estaba moviendo los hilos por él, que lo habían llevado hasta la situación en la que se encontraba. No era diferente conmigo. Yo había vivido allí toda mi vida, aquella gente era lo único que conocía y que había querido toda mi vida. Los valores que me habían inculcado y las costumbres que me habían rodeado siempre eran la única forma de vivir que conocía. Él no parecía entender aquello. Zachary se escapaba de los esquemas a los que yo pertenecía y, mientras para él no parecía ser más que un pequeño juego, para mí significaba mucho más. Dar un paso en falso y sucumbir podía ser equivalente a perder todo lo que conocía, todo lo que sabía que era parte de mi vida.

Me quedé en aquel pequeño espacio de la sala, con el televisor encendido y, aún así, mirando el techo hasta el cansancio. En algún punto de la madrugada, conseguí arrastrarme hasta la cama. Tenía ganas de escribir, necesidad de escribir, pero me encontraba increíblemente cansada como para fijar mi vista en el ordenador e intentar hilar pensamientos coherentes. Simplemente opté por la salida fácil. Esperaba que dormir me diera un poco de esa paz que andaba buscando con tanta desesperación.

Cuando conseguí despertarme al día siguiente, el reloj en mi mesa de noche daba la una y media de la tarde. Una y media, del domingo. No pude evitar la maldición que salió de mis labios cuando me deshice del cobertor entre patadas y forcejeos. Aunque había dormido mucho más de lo que acostumbraba, me sentía increíblemente cansada. Ni siquiera el agua caliente de la ducha fue capaz de sacudir los deseos de volver a la cama. No quería salir de mi casa, incluso cuando sabía que debía.

Aseada, cambiada y terriblemente peinada, recorrí a grandes zancadas la distancia que me separaba de la casa de mis padres, haciendo un buen esfuerzo por evitar la nieve y no acabar sentada en medio de la acera. Era tarde y posiblemente ya estaban terminando de almorzar —si no era que ya habían terminado—, pero quería, mínimamente, presentarme. Era extraño que yo me perdiera alguna de las comidas de los domingos, casi imposible, por lo que no quería preocupar a nadie. Con una sonrisa tranquila y la mejor de las predisposiciones, entré en la casa, encontrándola atípicamente silenciosa. Abriéndome paso por el corredor, el sonido del agua corriendo en la cocina llamó mi atención y me guió hasta allí. El aroma a carne asada aún flotaba por el aire en el ambiente cuando entré, mi madre fregando la vajilla tranquilamente.

—¡Joey, que bueno que estás aquí! —exclamó, dejando su quehacer para acercarse a darme un rápido abrazo—. Nathaniel te llamó, pero no atendías. Estábamos un poco preocupados.

Sonreí suavemente.

—No debo haber escuchado el teléfono. Me quedé dormida.

Ella suspiró, con aquel matiz tan maternal que me recordaba a mi infancia, cuando me escapaba por la tarde para jugar con mi hermano en la playa. Mi madre jamás dejaría de tratarme de aquel modo y, en algún punto, era algo relajante. Era una de esas pequeñas cosas que parecía no poder cambiar jamás, incluso cuando todo dentro de mí era un auténtico desastre.

—Los chicos se han ido a buscar un nuevo pino para Navidad —explicó ella, volviendo a su tarea mientras yo comenzaba a secar lo que ya estaba lavado.

Nuevamente sonreí con toda la franqueza que pude.

—Genial.

Me quedé allí con mi madre, terminando de limpiar todo y preparando algo de té. Las dos nos movimos a la sala, donde nos acomodamos en el sofá. Acompañadas por un programa de cocina y el fuego crepitante de la chimenea, ambas nos sentamos a beber la infusión. Ella me contó alegremente sobre sus planes para las Navidades, y yo ocasionalmente asentía o sonreía. Me encantaba aquella época del año, pero estaba un poco… abrumada. Los eventos familiares no eran exactamente lo que estaba buscando.

Alrededor de una hora después de habernos sentado, escuchamos el bullicio de la puerta abriéndose y la conversación llenando pronto la casa. Mi padre y Albert Clive entraron a la sala primeros, cargando unas cuantas bolsas. Nate y Blake los seguían, el primero con una enorme sonrisa mientras cargaba una caja hasta la entrada. Su expresión pronto cambió por una de ligera sorpresa cuando me vio allí, dejando rápidamente las cosas para acercarse.

Sentándose en el apoyabrazos, se inclinó para besar mi frente.

—¿Joey, todo bien?

Asentí.

—Me quedé dormida.

Nate frunció el ceño, pasando un brazo por mis hombros.

—¿Estás bien?

—Sólo cansada —respondí, con una ligera sonrisa. Era fácil decir que no estaba siendo verdaderamente convincente.

Mi madre comenzó como una pequeña niña a revisar las cajas y las cosas que habían comprado. Entre todos comenzaron a desenfundar los adornos y las pequeñeces que habían comprado, el árbol esperando por la decoración en el patio. Me mantuve al margen, sonriendo ocasionalmente y mirando la alegría de mi familia. Todo aquello… era tan natural para mí. No podía imaginármelo de otra forma. Las reuniones y los viajes para comprar los ornamentos, organizando la cena del 24, decorando todo hasta el último momento, comprando secretamente los regalos de los otros… Era mi Navidad. No la conocía de otra forma, y tampoco quería hacerlo. Aquella era mi vida. Mi pequeño rincón en el mundo.

—Jo —la voz de Nate me sacó de mi pequeño análisis. Él había vuelto a sentarse en el sofá después de ayudar, justo a mi lado—, ¿podemos ir a caminar un poco?

Frunciendo el ceño ligeramente, asentí, poniéndome de pie de inmediato. Él cogió mi mano y nos guió a ambos fuera de la sala. Los dos tomamos nuestros abrigos antes de enfrentar el brusco cambio de temperatura del exterior. No nevaba, pero tampoco parecía como si no fuera a hacerlo. El cielo perlado aún cobijaba la nieve de la noche anterior sobre las heladas calles del pueblo. Volviendo a tomarme de la mano, Nate me guió por la desierta acera en silencio, hasta que ambos nos encontrábamos caminando sin rumbo hacia el lago.

—¿Qué sucede? —pregunté suavemente.

—Yo… estaba pensando —comenzó él, mirando hacia adelante—. Has estado un poco… abrumada últimamente, ¿cierto?

Fruncí el ceño ante sus palabras, dejando mis ojos fijos en él aunque los suyos se encontraban, reflexivos, en el frente. Parecía haber estado pensando en aquella conversación y cómo diría las cosas mucho antes de haberme llamado para decírmelo. No sabía exactamente hacia dónde iba nuestra charla, pero no puede evitar el nudo que se formó en mi estómago ante la suavidad de su voz. Sólo en aquel instante me di cuenta que realmente no quería escuchar las palabras que tanto había temido. No quería que Nate…

—Bueno, puede ser —comenté, saliendo de mi propia paranoia—. La rutina… me tiene un poco agobiada —no era una mentira, aunque no me sentía menos mal por ello. Eso no era todo lo que me sucedía. Lo sabía perfectamente, tanto como que no podía decirlo sin abrir una herida que de seguro sangraría más de lo que ambos podíamos resistir.

—Por eso… bueno, pensé que quizás podríamos… —sonrió suavemente, mirándome de soslayo— ¿irnos a Nueva York juntos?

Nuevamente fui tomada por sorpresa, evidenciándolo en mi rostro sin poder evitarlo.

—¿Qué?

—Yo tengo que salir el ocho de enero, por las Nacionales, y…, bueno, pensé que podríamos tomarnos unos días extras allí.

Conteniendo la expresión de tranquilidad y alegría, pregunté:

—¿Y la librería?

Él sonrió mientras ambos esquivábamos un pequeño montículo de nieve que nos estaba bloqueando el paso.

—Hannah dijo que podría hacerse cargo de ella —respondió rápidamente—. Si tú quieres, por supuesto.

Sonreí en su dirección con total franqueza. Él respondió al gesto de igual manera, de aquella forma que parecía mantenerse intacta al paso del tiempo, que parecía recordarme a ese pequeño que había marcado mi infancia. Por primera vez en aquel día, mi expresión no era forzada. Aquello era bueno. Tenía que salir de Loch Arbour cuanto antes.

Necesitaba aire. Y tiempo, para componer una fachada que, poco a poco, parecía estar haciéndose añicos.



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