«Casa de Naipes»: Capítulo VI.

El sábado me desperté con un ligero dolor de cabeza y Nate roncando suavemente a mi lado. El reloj sobre la mesa de noche daba las ocho de la mañana, por lo que pronto ese horrible martillero en mi cabeza encontró una explicación lógica. Me deslicé fuera de la cama, dudando, de cualquier forma, que pudiera despertar a mi compañero con el movimiento. Cogí algo de ropa y me metí pronto en el baño, dispuesta a relajarme un rato en el silencio y la calidez de la ducha.

Cuando salí, después de lo que parecieron horas, la casa seguía en perfecta tranquilidad. Aparentemente, me había perdido un buen esfuerzo con la organización, porque Nate y John dormían como bebés. Bebés de osos, claro, porque roncaban como tales.

Después de hacerme una buena taza de café y de tomar un par de galletas de la cocina, me acomodé en un cálido rincón del sofá, intentando apartar los regalos para tener el espacio suficiente para abrirlos. Ropa, artesanías y adornos para la casa. Tarjetas pequeñas, llamativas y algunas con sonido. Estaba acostumbrada a aquellos regalos, pero no podía dejar de sentir felicidad al ver los nombres y los buenos deseos de toda aquella gente que, año tras año, se encargaba de buscar algo para mí. No eran los regalos, sino la intención de cada uno de ellos y como, con el tiempo, parecían conocer mejor mis gustos.

El sábado y el domingo pasaron con aquella inusitada calma, después de la tormenta que había significado mi fiesta de cumpleaños para un noventa por ciento del pueblo. Habíamos disfrutado del último almuerzo oficial con mi hermano antes de Navidad, habiendo sido confirmado su vuelo para el lunes a la mañana. Nate también se encontraba preparándose para su propio viaje, listo para las competencias que se jugarían en Trenton, capital del estado, con la esperanza de hacer un lugar en las nacionales de Nueva York. Yo, por mi parte, mientras mi familia derrochaba entusiasmo, seguía preocupándome por cierto artículo de vestir que seguía hundido en el fondo de mi armario. Sabía que tarde o temprano debía volver a casa de Zachary, o simplemente esperar a que él regresara a la librería. Sin embargo, aquella chaqueta parecía quemar en mi habitación. Parecía recordarme constantemente que tenía una excusa para ir allí.

El lunes por la mañana, tanto Jonathan como Nate se encontraban listos para salir. Cerca de las nueve de la mañana, mi hermano se hallaba a punto de comenzar su viaje hacia la ciudad, cuando el hijo menor de los Clive recibió una llamada desde la escuela, que anunciaba que lo esperaban para tomar lista de los muchachos que viajarían para la primera serie. Los despedí a ambos con una sensación extraña. Estaba acostumbrada a estar sola, pero la situación se me antojaba particularmente incómoda. Hubiese preferido que no tuvieran que irse.

—Te llamaré mañana temprano para contarte los resultados —dijo Nate, antes de darme un suave beso. No me salí de su abrazo, sino que lo disfruté un poco más.

—Vamos, tórtolo, te dejaré en la escuela —comentó mi hermano, abriendo la puerta del auto rentado.

Una vez que la casa quedó en soledad, me preparé para salir rumbo a la librería. Después de comprar un café y una pequeña porción de pastel para el desayuno, me dirigí al local, tomándome un buen tiempo para acomodarme. Estuve trasladando libros de aquí para allá, ordenando los títulos que habían llegado el fin de semana y atendiendo a los ocasionales clientes que ingresaban en tiempos conocidos y regulares. Aún me encontraba algo cansada del fin de semana, lo que parecía absurdo, teniendo en cuenta que había podido dormir. No había sido un sueño tranquilo, pero tampoco podía ser tan terrible como para dar cabezazos detrás del mostrador.

Alrededor de las siete de la tarde, decidí cerrar. Era el comienzo de una noche fría cuando dejé la calidez de la librería. La gente del pueblo, prácticamente en su totalidad, ya se encontraba encerrada en sus casas. Pensé en pasar por el restaurante de mis padres para no cenar sola, pero pronto descarté la idea. Estaba algo cansada. Mientras seguía andando, sin embargo, un nuevo plan llenó mi cabeza. Uno para el que, de una curiosa forma, el cansancio era reemplazado por nerviosismo y ansiedad. Originalmente, sabía que había pensado en él cuando había cerrado tan temprano —por no decir que, en realidad, difícilmente había dejado mi cabeza en todo el día—.

Saqué el móvil distraídamente, reduciendo la velocidad de mis pasos.

—¿Es un buen momento para devolverte tu chaqueta? —pregunté al viento, mientras tecleaba tan rápido como mis helados dedos me lo permitían.

«Siempre es un buen momento».

Conteniendo el impulso de rodar los ojos, aunque sin poder evitar el ese cosquilleo de inquietud, le avisé con otro rápido mensaje que en media hora estaría allí. Sólo debía pasar por mi casa, tomar la chaqueta y dirigirme allí con seguridad. Era absurdo que me sintiera intimidada sólo porque nos encontrábamos en terreno que le pertenecía.

O quizás no lo era, pero realmente deseaba, por lo menos, pretender que no me importaba.

Efectivamente, cumplí con mi promesa y, alrededor de veinticinco minutos después de enviado el mensaje, me encontraba llamando a la puerta de Zachary Reed. Su cabeza no tomó demasiado en asomarse en la entrada, pronto él permitiéndome el paso al interior. Claro, jamás había creído que simplemente iría allí, dejaría la chaqueta y saldría corriendo. Eso no parecía estar, ni por asomo, en los planes de Zachary. Y algo me decía que tenía la costumbre de cumplir lo que se proponía.

—¿Sabes?, realmente no necesitas una excusa para venir aquí.

El comentario fue soltado en el preciso momento en el que le entregué una bolsa con su chaqueta, su mano apoyándose sobre la mía en las asas. Sin posibilidades de soltar el paquete o liberarme de su agarre, simplemente lo miré a los ojos, buscando comprender el exacto significado de sus palabras. ¿Él me quería allí?, ¿realmente podría creer que Zachary, que parecía reacio a dejar su casa o a hacer sociales en general, estaba buscando mi compañía?

—¿Por qué? —pregunté, prácticamente sin poder medir el intercambio entre mis pensamientos y mis labios—. ¿Por qué me quieres aquí?

Él me observó nuevamente, detrás de sus gafas de montura cuadrada. Había algo increíblemente magnético en sus ojos que siempre me dificultaba apartar la mirada. Incluso aunque estaba segura que traía ese destello de sonrisa sobre sus labios, no podía verlo. Frente a mí sólo había azul. Profundo e intenso.

—Se me ocurren muchos motivos por los que podría quererte aquí —respondió, saboreando cada una de las palabras, sin dejar de hacer contacto visual conmigo ni un segundo—, pero decir que estoy aburrido sigue siendo, posiblemente, el más aceptable.

Su respuesta, si bien había hecho que un extraño calor trepara por mi nuca, no me extrañaba en absoluto. En sus réplicas y su proceder había siempre cierto misterio, una importante parte dejada a la imaginación. Era un problema que él estuviera lidiando conmigo, que era la portadora de un absurdo poder de atar cabos y rellenar los espacios vacíos. Tenía mil y una teoría sobre quién podía ser él, una más disparatada que la otra. Y, a pesar de mi gran capacidad para soñar despierta, no parecía poder llegar a una conclusión apropiada para decir, con seguridad, quién era Zachary Reed.

Ante todo, intentaba mantenerme dentro de los límites de mi propia cordura y sentido de la realidad.

Sin una buena réplica ante su arrogancia, lo seguí a la sala. Todo se encontraba en la misma tranquilidad que la última vez que había estado allí, e incluso la disposición de sus efectos personales no había cambiado mucho. La televisión se encontraba encendida, el ordenador reposaba sobre la mesilla y una taza de café había sido desplazada hasta el borde de la superficie.

Fui invitada a sentarme en el mismo sofá de la última vez, mientras él ocupaba el sitio a mi izquierda.

—¿Algo para beber? —preguntó.

—No, gracias —respondí torpemente.

En su expresión relampagueó aquella familiar superioridad, esa que me daba la sensación de estar perdiéndome de algo.

—¿Deberíamos, entonces, pasar a discutir directamente tu regalo de cumpleaños?

No respondí. Realmente no sabía cómo hacerlo, por lo que preferí guardar silencio. No había ido allí por el regalo; de hecho, ni siquiera había pensado en él. En mi mente sólo se encontraba el encuentro, llanamente, y la forma en que mis nervios se crispaban cuando estaba cerca de él.

—¿Hay alguna playa verdaderamente tranquila por los alrededores? —inquirió casualmente.

Aunque no estaba en posición de hacerme la listilla, no pude evitar contestar:

—¿Todas?

Me dio una vaga sonrisa de lado, aunque el gesto poco tenía de lo que generalmente significaba una sonrisa.

—¿Alguna donde generalmente no vaya gente?

Sentí el impulso de alzar una ceja en su dirección, contagiada por aquella suspicacia que parecía desprenderse de su tono permanentemente.

—¿Por qué?

—Meros detalles.

Sus réplicas siempre eran de aquel tipo. Estaba segura que, a pesar de las múltiples conversaciones que habíamos mantenido, por más pequeñas que hubiesen sido, aún seguía sin saber mucho sobre él. Incluso cuando yo preguntaba y él respondía, siempre estaba lleno de evasivas disfrazadas de palabras elegantes. Estaba segura que podía repasar todas nuestras charlas y ninguna de ellas me decía demasiado sobre él. Zachary Reed. Veinticinco años. Finanzas.

Me sentía como en un grupo de autoayuda.

—¿Nunca te han dicho… que eres muy abstracto con tus respuestas?

Con un gesto increíblemente condescendiente, él se mordió el labio inferior, una de las esquinas de su boca hacia arriba. Era extraordinaria su capacidad para transformar una expresión de fingida ingenuidad en una amenaza totalmente explícita.

—No sucedería si tú no hicieras tantas preguntas.

Touché.

Realmente no tenía una réplica inteligente para su comentario. No era como si tuviera muchas opciones, de cualquier forma. Si era él quien actuaba como si fuese un criminal no era mi culpa. No podía terminar de comprender por qué seguía allí, a su lado, incluso cuando todos los caminos llevaban a conclusiones absurdas pero… nefastas. ¿Era seguro seguirle la corriente?, ¿estaba bien continuar involucrándome en algo que no conocía en absoluto?

—No lo analices tanto —me pidió, como si leyera mi mente—. No voy a hacerte nada que no quieras.

Me quedé observándolo secamente, la incredulidad dejando mi cuerpo paralizado. Él cruzó una pierna sobre la otra y se echó un poco hacia atrás. Aunque era una pose casual, él aún daba un extraño aire de rectitud.

—¿Qué se supone que significa eso?

—¿No hay llamadas esta noche?

Sus cambios de tema tenían la convicción exacta para dejarme imposibilitada de pisar sus palabras. No podía volver, porque él ya se había encargado de desviar la charla a su favor. Su voz era segura y grave, con esa total carencia de un derecho a réplica que había percibido en el primer encuentro.

—No —repliqué, intentando retener la información tanto como él.

—¿Entonces qué tal si aceptas mi sorpresa ahora mismo?

Sus palabras enviaron un incómodo cosquilleo a través de mi espalda. Me quedé observándolo, buscando algún signo de broma en su mirada. Sin embargo los ojos garzos seguían con aquella serenidad tan peculiar, ni una pizca de burla en ellos.

—¿Qué es exactamente lo que tienes en mente?

Él sonrió. Una expresión un poco más marcada que la que había visto anteriormente. Una sonrisa aún más perturbadora de lo usual.

—No tantas preguntas, Jolene —profirió las palabras en un susurro—. Arruinarás la sorpresa.

Me quedé observándolo con dureza, o con toda la entereza que pude reunir contra él. Sin dejar que la expresión de arrogancia decayera, se quitó las gafas y se pasó una mano por los ojos. Luego estos volvieron a posarse vagamente sobre mí, como si toda la situación fuese particularmente entretenida.

—¿Qué tal si nos encontramos a las diez? —sugirió.

—¿A dónde piensas ir?

—Elige una playa, la que tú quieras —respondió con sencillez—. Envíame un mensaje cuando lo hayas decidido, y nos encontraremos allí.

No era el tono imperativo en sus palabras, ni siquiera aquella seguridad que parecía tener en que lo que decía era lo que debía hacerse. No tenía que ver con su pose, siempre recta y rebosante de autosuficiencia, ni tampoco con esa aura particular que lo rodeaba. Sabía que seguía sus propuestas porque tenía interés en él y en ese lado suyo que parecía abrazar recelosamente. Seguía sus pasos porque deseaba hacerlo. Después de conseguir salir de su casa, me encontraba camino a la mía, pensando en una playa donde podíamos reunirnos, porque quería romper aquella templanza suya que jamás podría ser verdad.

No existía un ser perfecto. Zachary Reed, sin dudas, no podía serlo.

Llegué a mi casa y absorbí por un momento la deliciosa tranquilidad de la soledad, que poco a poco fue volviéndose perturbadora. Escuchando el eco de mis propios pasos, me deslicé hasta la habitación, abriendo pronto mi closet. Mientras tomaba unos texanos oscuros y un jersey de cuello amplio, me quedé pensando sobre la pregunta de Zachary. Sin dudas, la elección debía ser una de las playas más alejadas del centro de Loch Arbour, aunque no estaba segura cuál era su problema en estar… a solas. El mero pensamientos sonaba tan intrigante como turbio. Quizás la mejor idea era escoger un término medio. Poniéndome una camiseta negra, después de haberme quitado la que traía puesta, decidí dónde sería nuestro encuentro. Una vez vestida apropiadamente, cogí mi móvil.

Oh, yo debo estar loca.

«¿Recuerdas el sitio donde nos encontramos en Halloween? Ve hasta Splash Park y luego sigue en dirección al mar. Te esperaré en el boulevard».

Mientras terminaba de ponerme el saco, sentí el teléfono vibrar sobre la mesa.

«Perfecto».

El clima en Loch Arbour era gélido en invierno. Acostumbrada a ese tiempo, me encogí dentro de la bufanda y metí las manos en los bolsillos de mi abrigo mientras seguía por el familiar camino. Mis pasos eran determinados, como si los mismos pudieran darme un poco más de confianza. Por las calles no había un alma, pero aquello no era más que una carta a mi favor. Realmente no me encontraba en posición de dar explicaciones.

Siguiendo las instrucciones que le había dado a Zachary y, aún así, sabiendo que era temprano, me paseé ausentemente por los alrededores hasta alcanzar el boulevard, construido con maderas gruesas y gastadas por el aire salado. Con unos cuantos minutos a mi favor, decidí bajar a la playa. No le costaría mucho verme desde nuestro punto de encuentro original. No había nadie más allí.

Me hubiese quitado las botas, pero estaba segura que se me congelarían los pies si hacían contacto con la arena. Simplemente anduve con lentitud, disfrutando de la tranquilidad de la noche. El susurro del mar era lo único que podía escucharse, acompañado de un murmullo conjunto con el viento, que comenzaba a soplar con fuerza. Aspiré profundamente, llenándome de aquella extraña mezcla de aroma a sal y naturaleza.

Las vagas luces de los bares y pueblos a lo lejos alumbraban apenas la playa, pero la verdadera fuente de iluminación era la luz de la Luna. Su brillo creaba en el mar pequeñas zonas visibles, que se agitaban permanentemente .Todo lo demás era una completa negrura que, a pesar de la temible incertidumbre que generaba, se volvía un espectáculo magnético y sorprendente. Era una mezcla entre inquietud y deslumbramiento, algo que transmitía emociones encontradas.

—Me alegro que hayas venido —susurró una voz, más cerca de lo que la había esperado.

Me di vuelta, tan sólo para encontrarme con aquella figura gallarda y relajada a unos pocos pies de mí.

Mis ojos se detuvieron en los suyos, iluminados furiosamente por la luz de la Luna, brillando con la misma profundidad azul que el mar que se extendía junto a nosotros. Como la marea, allí había secretos ocultos, cosas que nadie podía ver si no se atrevía a ir más allá de lo que la superficie mostraba. Sin embargo, era difícil retirarse sin contemplar lo que escondían.

Me mordí el labio, sin romper el contacto visual.

Quizás era hora de tomar coraje y sumergirme de una vez por todas.

Sólo después de una mirada compartida que duró más que cualquier saludo corriente, reparé de la manta extendida irregularmente sobre la arena. Fruncí el ceño, preguntándome en qué momento Zachary había conseguido poner aquello allí. ¿Acaso había estado tan absorta en mis pensamientos como para reparar de su presencia?

Extendió su mano hacia mí. Sentí vacilación antes de tomarla.

Su piel era fría, incluso en contraste con la mía, pero sus dedos eran delicados y jamás se cerraron demasiado sobre mi mano. Simplemente me guió hasta la manta, invitándome a sentarme. Él se acomodó también allí, dejando un espacio prudencial entre nosotros. Sus largas piernas se encontraban estiradas en toda su longitud, y el peso de su cuerpo recaía sobre sus brazos, apoyados detrás de su torso. La situación tenía un grado de absurdo particularmente intrigante que no dejaba de… incomodarme. Estábamos solos. Zachary había planeado aquello por mi cumpleaños.

¿Estaba dispuesto a darme las respuestas que pensaba?

—Relájate.

El susurro de su voz llegó hasta mí como un desprendimiento del viento u otra ola en el mar, rompiendo a la lejanía. Lo miré, buscando en sus ojos algún signo que me dijera que las cosas eran diferentes aquella noche, algo que aplacara aquella duda que comenzaba a transformarse en incomodidad y… algo parecido al miedo. No estaba asustada de él, sino de la situación. Era extraño. No se sentía… normal.

—¿Por qué me has traído aquí? —pregunté, dejando escapar un ligero impulso defensivo.

Cuando una de las comisuras de sus labios se curvaba hacia arriba, sabía que la respuesta no sería de mi agrado.

—Te recuerdo que yo no te traje aquí —dijo, con ese usual tono pausado que me recordaba permanentemente que el sentimiento de nerviosismo era unilateral—. Viniste por tu cuenta.

Mi mirada sobre él se volvió severa, sintiendo la adrenalina corriendo por mi cuerpo de una forma casi estimulante. Él no pareció en absoluto afectado por mi mirada. Su pequeña sonrisa jamás decayó, e incluso la mirada en sus ojos pareció relajarse un poco cuando dijo:

—¿Por qué estás tan empeñada en creer que tengo malas intenciones, Jolene?

Podría haber sido el viento, o quizás el tono de su voz, pero me estremecí en el preciso momento en el que mi nombre salió de sus labios. Parecía haber siempre una amenaza implícita dentro de sus palabras, algún doble significado, más tenía la impresión que estaba hablando en serio allí. Incluso más allá de la ironía, de la persistente arrogancia que no parecía dispuesta a abandonar su rostro, parecía haber cierta tranquilidad en sus ojos. A pesar de todo, no podía evitar creer que su preguntaba iba en serio.

—No me das muchas opciones —musité.

—¿Por qué estás aquí, entonces?

No dejé de mirarlo fijamente. Sabía que ambos conocíamos la respuesta a la pregunta, quizás él incluso mejor que yo. Zachary era plenamente consciente de lo que su presencia en el pueblo representaba. Aunque, por momentos, su misterio y atractivo no parecían ser intencionados, él sabía lo que provocaban. Yo misma, en aquel preciso instante, en vez de estar luchando e intentando recuperar una parte de la dignidad que su pregunta me había quitado, seguía perdida en la intensidad de sus ojos. No era sólo el color ni la forma en que la luna parecía arrancar diferentes matices en ellos, sino todo lo que parecía haber detrás. Jamás había pensado que una mirada pudiera decir tantas cosas y tan poco a la vez.

—Quizás tu momento para ser evasiva también.

Endurecí mi mirada.

—Suficientemente justo —siseé, tomándome un momento para coger una gran bocanada de aire helado. Podía ser verdaderamente odioso si se lo proponía—. De cualquier forma, ¿por qué… estamos aquí?

Él dobló sus piernas, apoyando los antebrazos sobre sus rodillas e inclinándose un poco hacia adelante. Lo único que podía notar era que se encontraba más cerca de mí. Sus ojos jamás habían dejado de hacer contacto con los míos.

—Quería hacerte un regalo —declaró, con aquel tono ronco y suave, casi como un ronroneo—, pero realmente no sabía qué podría ser.

Entrecerré un poco los ojos antes de darle el pie para continuar:

—¿Entonces…?

—Te traje aquí para que tú me lo dijeras —fue su simple explicación—. ¿Qué es lo que más quieres?

Le di una mirada seria, aunque la intensidad en su pregunta desató mi curiosidad rápidamente, emparejando su aumento con el de los latidos de mi corazón. Su mirada no se separó ni un segundo de mí. Incluso cuando conocía su forma de hablar y la socarronería que había siempre en ella, no podía creer que lo dijera en serio. Su rostro, de cualquier modo, no manifestaba ningún síntoma que indicara lo contrario.

Jamás me había hecho aquella pregunta a mí misma.

¿Qué era lo que quería en realidad?, ¿lo que más quería?

—¿Cómo estás tan seguro que tú podrías conseguirlo? —inquirí, sin poder evitar la recelosa curiosidad.

Su rostro dejó que la sonrisa se extendiera un poco más, revelando una expresión ciertamente maliciosa, pero no por eso deshonesta. Él parecía seguir dentro de su papel de jugador, pero sabía que me había preguntado aquello en serio. Así como también era plenamente que yo no podía responderle abiertamente.

—Pruébame —musitó.

Mis ojos vagaron por su rostro, hasta detenerse en sus labios, aún curvados hacia arriba. Era una expresión nueva, aunque muy propia de él; bastante interesante. Él tomó mi escrutinio de la forma equivocada, porque simplemente susurró:

—No sabía que me saldría tan barato.

Mis ojos, con pánico, se dirigieron a los suyos. Él seguía jugando conmigo. Su rostro se acercó, dejando que las distancias se redujeran y que el aire pareciera pronto más cálido, envuelto por su aliento y su respiración. Mis nervios comenzaron a afectar el curso de mis pensamientos cuando sólo dos de sus dedos cogieron mi barbilla y me obligaron a conservar el rostro en el mismo sitio. Como siempre, parecía que él no necesitaba del agarre o la fuerza para mantenerme quieta. Ya me encontraba helada en mi sitio, sólo siendo capaz de enfocarme en sus ojos. No había más que azul; una sensación cálida y profundamente azul llenándolo todo.

—Deja de jugar conmigo —farfullé, casi sin aliento.

La seriedad en su mirada pareció aumentar y prácticamente no necesitó analizar mis palabras para responderme.

—Yo no juego, Jolene —dijo, su voz ronca provocándome sensaciones ambiguas—. Yo gano.

Apoyé una mano sobre su pecho, intentando alejarlo de mí. No podía seguir allí si quería seguir conservando la capacidad de analizar las cosas con objetividad. Su presencia era un disparador automático para que el instinto se impusiera sobre la razón. Su cercanía arruinaba estrepitosamente todas mis respuestas inteligentes, reduciéndolas a meros balbuceos. Y no estaba en condiciones de que aquello sucediera. Zachary Reed no parecía ser el tipo de persona que desaprovechara pasos en falso.

—Tengo que irme —murmuré con atropello.

Él me tomó de la muñeca en el preciso instante en el que su móvil comenzó a sonar. Sacándolo del bolsillo de su abrigo, observó la pantalla del aparato. Pronto trepó por su rostro una especie de sonrisa torcida, seca, pero aún así maquiavélica. Cogió la llamada y, sin emitir sonido, sus labios articularon un rápido «quédate aquí, por favor».

Desde mi sitio, pude escuchar algo como un «¿Dónde demonios estás?»

Mis sospechas quedaron parcialmente confirmadas cuando Zachary, sin entusiasmo, replicó:

—Ciertamente, no en mi casa.

Se alejó de mí y dejé de escuchar a la persona al otro lado del teléfono, que era, sin dudas, uno hombre. Sólo podía escuchar los casuales monosílabos de Zachary, que no parecía muy contento con aquella llamada. En sus respuestas, a pesar de la brevedad, había cierto tono juguetón. Al parecer, no era la única que estaba siendo manipulada por sus habilidosos trucos.

Respiré, teniendo la posibilidad de coger algo de aire no viciado por su perfume.

—Yo no las llamaría órdenes. Dejadlo en sugerencias que consideraré, ¿vale? —fue lo último que lo escuche decir, antes que se dispusiera a cortar la comunicación sin siquiera molestarse en decir adiós.

Lo miré con curiosidad, esperando que me dijera algo sobre la llamada. Como siempre, su respuesta fue corta y evasiva:

—Asuntos del trabajo.

Me quedé observándolo, dándole a entender que realmente esperaba que dijera algo más. Seguía allí, sentada con él en medio de la noche, en un lugar sin un alma, y aún sin saber nada sobre él. ¿Realmente no tenía un mínimo derecho a sentir curiosidad? Él se paseaba a mi alrededor, me buscaba en momentos extraños y parecía totalmente seguro de qué decir o cómo actuar para conseguir lo que buscaba. Y yo lo seguía porque, si tenía que ser honesta conmigo misma, me sentía interesada. Quería saber más de él; quería, después de mucho tiempo, sentir incertidumbre sobre algo, aún cuando no podía evitar pedir una pieza de llana verdad.

—No les gusta que me… desconcentre —comentó, volviendo a sentarse. Parecía haber cierta diversión en su tono, incluso a pesar de su rostro serio.

—¿A quiénes?

Sonrió con socarronería en mi dirección.

—A mis superiores, por supuesto.

Bueno, aquello no tenía nada de sentido. Incluso cuando él era, posiblemente, de las personas más descaradas que había tenido el gusto —o la desgracia— de conocer, dudaba mucho que alguien tratara así a sus superiores. Además, ¿por qué tanto control? Yo jamás había trabajado para un jefe que no fueran… bueno, mis padres; pero estaba segura que aquella no era la forma de tratarlos. ¿Sería tan vital su puesto que ni siquiera se molestaban en sus sutiles desafíos y excentricismos?, ¿o era tan sólo otro de sus recursos para cubrir lo que no quería contarme?

Estaba comenzando a perder la paciencia.

—Honestamente, Zachary, ¿por qué estás aquí? —pregunté impulsivamente, pronto dándome cuenta que había sido muy poco puntal—. En Loch Arbour, quiero decir.

Él se pasó una mano por los cabellos, despeinándose un poco. Algo en la luz de la luna jugaba con matices más claros que parecían extraños en el tono chocolate predominante.

—Necesitaba un cambio de aires —explicó—. Estaba un poco agobiado de la ciudad.

—No pareces ser el tipo de persona que pudiera ser intimidado por la ciudad —murmuré por reflejo.

El lado izquierdo de sus labios se curvó suavemente.

—No es exactamente la ciudad el problema, sino la gente en ella.

No era una revelación para mí saber que nuestra conversación no nos llevaría a ningún sitio. En lo único que podía concluir era en que ir allí había sido peligroso para mi bienestar —no físico, sino mental—, pero no podía llegar a arrepentirme. Cada pequeña pieza que Zachary soltaba al azar seguía formando un desorden dentro de mi cabeza, pero, por lo menos, era uno sobre el cual tenía elementos. Conocerlo sin saber nada de él era inútil, pero tener ligeras pinceladas de lo que había detrás de su personalidad me daba pequeñas esperanzas. Un rompecabezas sólo podía ser armado si habían piezas para hacerlo, por más mezcladas que estuvieran.

—¿Nos vamos? —sugerí casualmente.

—Aún no me has dicho qué es lo que quieres —respondió, sin moverse ni un ápice de su sitio.

Resoplé suavemente. No sería fácil zafarme de esa.

—Irme a casa —respondí—. Eso es lo que quiero.

Él simplemente me dio una mirada escéptica y, en algún punto, picaresca.

—Qué manera de malgastar un presente… —comentó, impulsándose grácilmente para ponerse de pie. Tendió una mano en mi dirección que, después de una pequeña hesitación, decidí tomar—. Vamos, te acompañaré.

No podía explicar por qué, a pesar de todas las preguntas que tenía para hacerle, encontrándome en la situación ideal, tuvimos un trayecto silencioso. Zachary caminaba a mi lado con tranquilidad, siguiéndome, como si realmente no le importara si teníamos por delante un par de metros o cientos de kilómetros. Las calles se encontraban oscuras, y nuestros pasos parecían resonar con fuerza sobre el pavimento. El aire helado era nuestra única compañía, aunque ya no lo sentía con tanta crueldad como antes. La atmósfera a mi alrededor parecía más bien densa. No era el viento el que podía cortarme a mí en aquella ocasión, sino que sentía que era yo la que podía sacar una navaja del bolsillo y testear con ella la consistencia del ambiente que nos rodeaba.

Pronto alcanzamos la puerta de mi casa. Cuando comencé a disminuir mis pasos, Zachary lo percibió instantáneamente y frenó a mi lado. En el porche de la pequeña vivienda, me sentía como una adolescente que estaba siendo acompañada a casa después del baile de graduación. Deseché el pensamiento instantáneamente, intentando enfocarme en el presente. Yo ya no era una adolescente. Y, sobre todo, pensar en un Zachary y yo era algo completamente absurdo. Y malo. Muy malo.

—No creas que aún te has librado de mi regalo —apuntó él, sin ser particularmente expresivo.

Fruncí el ceño.

—Ya cumpliste.

—Considéralo mera caballerosidad.

Sostuvimos nuestras miradas, y él se apoyó distraídamente contra el marco de mi puerta. De un momento para el otro, me encontré atrapada entre su cuerpo y la superficie de madera. No había una distancia abrumadora, pero su mera cercanía y las intenciones que encerraban eran suficientes para hacerme sentir asfixiada. Podía leer en su rostro toda la intencionalidad de la acción, incluso a través de mi cansancio. Había sido una noche tan tensa, que ya no estaba segura de poder seguir con la fachada tranquila por mucho tiempo.

—No me hagas repetírtelo —susurré.

Él sonrió, y dos delicados dedos cogieron mi barbilla. Su toque era etéreo, como si verdaderamente supiera que no necesitaba obligar a mi cuerpo. Se acercó tanto, que podía sentir su aliento. Aunque no lo había visto nunca con un cigarrillo en la mano, no me quedó duda que fumaba. Su perfume ya estaba comenzando a volverse familiar a mi alrededor, como alguna extraña dicotomía entre peligro y rendición. Sólo pude observar sus labios entreabiertos, a un palmo de los míos. Labios ligeramente rellenos, curvados en aquella expresión hastiosa.

—Sigues repitiéndolo —señaló lentamente, cálidas oleadas llegando a mi rostro con sus palabras—, pero estoy seguro que no harías nada si te besara en este momento —hizo una mínima pausa—. Quieres que te bese en este momento.

Era difícil pensar que algo tan sencillo como respirar fuese un proceso tan complejo en aquel instante. Nuevamente, me di cuenta que mi campo de visión volvía a limitarse a sus ojos azules.

—Te equivocas.

Él se acercó un poco más, aprisionándome; dejándome sin un escape que, de cualquier forma, no me hubiese atrevido a buscar. Incluso así, nuestros cuerpos no se tocaban. Él único contacto entre nosotros eran sus dedos sosteniendo suavemente mi mentón. Nuestros labios no llegaban a rozarse, pero estaban tan cerca que el más mínimo movimiento sería suficiente. Era sólo un susurro de aire el que cabía entre nosotros. Ese momento culmine en el que sentía la necesidad, lejos de escapar, de cerrar los ojos.

—Yo creo que no soy el que está equivocado aquí —susurró tan suavemente, que su respiración pareció ser un fugaz beso robado.

Cuando se alejó, aún no podía salir de la impresión. Zachary era consciente de lo que podía provocar, y sabía perfectamente cómo hacer uso de sus capacidades. Me había dejado allí, pasmada y sin aliento, apartándose con un buen paso hacia atrás. Con gracilidad, cogió mi mano helada y, alzándola, dejó ese beso que debería haber tocado mis labios. Lento, suave, cálido. No sabía que pensar. No sabía qué era más fuerte: si la frustración o el alivio. Sus labios sobre mi piel no eran un gesto de caballerosidad, sino de despreciable desafío.

—Nos vemos, Jolene.

Dejando mi mano caer con cuidado, Zachary metió las suyas en los bolsillos de su abrigo y se alejó con total tranquilidad. Sólo cuando conseguí verlo a metros de mí fui capaz de sacar las llaves de mi bolso y abrí la puerta con torpeza. Mis manos no estaban calmas. Mi cuerpo y mi corazón tampoco. El frío, la hora, el cansancio y cualquier otra cosa habían pasado a un segundo plano. El alcance de palabras y actos tan sencillos y jugados al azar parecía ser tan…disparatado. ¿Cómo era posible que una persona supiera exactamente cómo proceder y qué decir para dejarme tan desorientada?

Cerré la puerta, sintiendo los latidos de mi corazón en mis oídos. Mi estómago estaba contraído y, debido a las pesadas respiraciones, sentía un ligero mareo. Eran sensaciones contradictorias. Una mezcla de sentimientos desconocidos.

Y el colmo era que ni siquiera me había besado.

Allí estaba la mayor diferencia de Zachary con el resto de la gente: jamás podía saber qué esperar, cómo actuar o cómo sentirme al respecto de lo que hacía. Él era ese sitio peligroso que había buscado siempre. Mirarlo provocaba esa sensación de estar parado al borde de un acantilado. La vista era hermosa, pero el riesgo por verla, por poseerla y absorberla por completo era demasiado grande. Era un riesgo absurdo pero increíblemente tentador.

Uno que no sabía si estaba dispuesta a correr.



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