«Casa de Naipes»: Capítulo V.

—Mh, mh. No lo creo —repetí, negando insistentemente con la cabeza—. Ni lo sueñes, Jonathan.

Incluso cuando le di la espalda, mi hermano se las ingenió para volver a meterse en mi campo de visión. Sus ojos estaban adornados por el brillo de aquella mirada de cachorro abandonado que siempre le resultaba tan efectiva. Pero no conmigo. No, señor. Después de más de dos décadas sucumbiendo a los pedidos de quién, en realidad, debería haberse rendido ante los míos, ya no caía en las mismas y viejas trampas. De ninguna manera.

—¡Por favor, Jo! —rogó, estirando la última letra de mi apodo—. ¡Es la primera vez en años que estaré para tu cumpleaños!

—Sí, y lo aprecio, John —aseguré—. Pasaremos un buen rato con la familia, y ya. No es la gran cosa.

Su labio inferior sobresalió, mientras fruncía el ceño. Era un niño. Uno enorme.

—Pero... pero... ¡veinticuatro años, Jo!, ¡tenemos que festejar!

Rodeé los ojos, mientras esperaba que el café terminara de prepararse. Los dos nos encontrábamos en la cocina, Nate aún durmiendo después de la noche anterior. Ambos me habían esperado para cenar, no habíamos hecho grandes comentarios sobre mi trabajo, no más de los necesarios —«Perdón por la demora», «No he tenido ningún problema», «Han llegado nuevos libros» y ya—, y habíamos comido mientras hablábamos sobre todo y nada a la vez. Entonces, había salido a colación el tema de mi cumpleaños, que sería el dieciocho de noviembre, y mi hermano no había dejado de hablar de ello desde entonces. Incluso entre sueños, estaba segura que había escuchado su voz diciendo «¡Vamos, Jo, festejemos!, ¡vamos, vamos!». A pesar que amaba la idea de poder pasar un cumpleaños con él después de tanto tiempo, sus ideas de una celebración eran muy diferentes a las mías. Vivir tanto tiempo en la ciudad había hecho mella en él, después de todo… O quizás sólo intentaba convencerme de ello. La realidad era que las ideas de mi hermano siempre habían distado mucho de las mías, especialmente cuando era el significado de diversión el que estaba en discusión.

—¿Tú no tenías que irte? —dije con el ceño fruncido, aunque él sabía que bromeaba.

—El lunes veintiuno estaré saliendo para la ciudad —respondió, con su eterna sonrisa pícara—. No podrás librarte de mí hasta entonces, Jolly.

Mis cejas prácticamente se tocaban cuando murmuré:

—No me digas Jolly, por favor.

Soportando la persistencia de mi hermano durante la siguiente hora, y con Nate rogándome que aceptara tan sólo para que John se callara, terminé mi desayuno y me preparé para salir hacia la casa de mis padres. Aquellos días, conociendo las costumbres del pueblo, usualmente no me molestaba en abrir temprano la librería. Cuando lo hacía, era por la tarde, después del religioso almuerzo familiar de todas las semanas. Los domingos no eran días de mucho movimiento dentro del local, incluso cuando parecía haber cierto cliente con una especial preferencia por ellos.

Jonathan no dejó de molestar sobre la fiesta, como tan encarecidamente le había pedido, sino que, por el contrario, había involucrado a toda mi familia. Aquello hubiese estado bien, pero cuando las noticias llegaron a oídos de Scarlett el lunes, lo que había sido una idea pronto se transformó en un bestial plan. Lejos del pequeño festejo que esperaba, dejar que mi hermano y mi amiga se potenciaran era, sin dudas, un pase directo a lo disparatado. Mientras mi hermano pensaba en una buena forma de conseguir todas las provisiones, Scarlett creía que debíamos hacer algo diferente, preparando al pueblo para lo que sería su propio cumpleaños, una semana después del mío.

—¡Un baile de disfraces! —chilló.

Chasqueé la lengua, ligeramente aturdida por su entusiasmo, mientras cobraba a una de mis clientas regulares. La señora Brides era una buena amiga de mi madre y, como ama de casa, disfrutaba ávidamente de la lectura de muchas de mis novelas románticas favoritas. Le sonreí mientras le entregaba el cambio y el libro, despidiéndola amablemente. Luego me giré en dirección a Scarlett, que ojeaba con poco interés una revisa, hundida en un pequeño sofá detrás del mostrador.

—Lettie, Halloween fue hace dos semanas —comenté, torciendo el gesto.

—Bueno, ¡entonces una mascarada! —insistió.

—Suena como si tuvieras un plan —intervino Christine, que había entrado en el mismo momento en el que la señora Brides dejaba la tienda.

Oh-oh.

Allí se terminaba mi buena voluntad para luchar contra la corriente.

Lo que debía haber sido un pequeño evento para mi familia y mis más cercanos amigos pronto se había convertido en un segundo Halloween para el pueblo. Claro, prácticamente todas las semanas teníamos cumpleaños por allí; pero nadie tenía un hermano como el mío, ni un par de amigas como el adorable dúo dinámico con el que había compartido gran parte de mi vida. Entre la influencia que Scarlett tenía en la escuela, la maestría sutil de Christine dentro del centro médico en el que trabajaba y la personalidad ruidosa de mi hermano, pronto todo el mundo estaba al tanto que, el dieciocho de noviembre, Loch Arbour estaba de fiesta.

Oh, me daba vergüenza de sólo pensarlo.

—¿Puedo encerrarme en tu closet? —le pregunté a Nate una tarde.

No pasábamos mucho tiempo en su casa, ya que estaba cerca de la escuela y no nos quedaba muy cómodo cuando involucraba a nuestras familias y los sitios que conocíamos. El pequeño lugar, que se parecía más a un apartamento en planta baja, era sólo un punto de paso. Con simples paredes de vieja pintura color crema, el lugar constaba solo de un salón comedor, una pequeñísima cocina en la que apenas cabían dos personas, un dormitorio con vista a la calle y un sencillo cuarto de baño al fondo de la vivienda. Todas las habitaciones se encontraban unidas por un sencillo corredor, donde algunas fotografías al azar destacaban sobre la pintura clara. Nate se la pasaba la mayor parte del tiempo en casa de sus padres —o en la mía, si tenía la oportunidad—. El sitio tenía principalmente ropa, viejos electrodomésticos básicos para la supervivencia, balones, libros y algún otro equipamiento deportivo. Nate era bastante desordenado, por lo que el sitio no era el mejor para vivir. No podía evitar, por ese motivo, darle una pequeña limpieza cuando iba de visita. Si él tenía que dormir allí durante los días hábiles, era bueno que luciera habitable de vez en cuando.

—¡Vamos, todos estaremos allí! —comentó—. No será tan terrible.

—Debería haber aceptado los disfraces —murmuré, mientras hacía una pila de camisetas deportivas sobre el sofá—. Por los menos, podría haberme disfrazado de, ya sabes, un árbol o algo, y hacer una retirada discreta.

Nate rió con fuerza, mirándome por sobre su hombro mientras terminaba de acomodar los platos sobre la mesa.

—Deberías cuidarte de los perros —advirtió—. Sería peligroso.

Fruncí la nariz.

—Ugh.

Mi compañero sonrió, indicándome con un suave gesto de su cabeza que me sentara a la mesa.

—Será divertido, Jo —insistió—. Trataré de convencer a Scarlett para que olvide la mascarada, pero la fiesta no puede ser algo tan terrible, ¿cierto?

Bueno, estaba oficialmente fuera de combate. La fiesta se haría, y no había nada que yo pudiera hacer al respecto. No era como si hubiese buenos lugares en aquel pueblo para esconderse, de todos modos. Muchas veces, conocer a todo el mundo y vivir en una superficie de menos de medio kilómetro cuadrado —tres partes de ella, agua; escondite totalmente descartado— tenía sus desventajas.

¿Habría alguna forma de respirar bajo el lago durante una hora o dos?

Mi teléfono comenzó a sonar antes que pudiera levantarme del sofá. Lo saqué del bolso, echándole una rápida mirada al identificador. Mi hermano.

Bueno, quizás deberían ser tres horas.

Como si la revolución de Halloween no hubiese sido suficiente, pronto tuve que soportar un nuevo torbellino de organización, ropas y detalles a mi alrededor. Afortunadamente, Nate cumplió con su promesa: la mascarada sería dejada para otra ocasión —para el cumpleaños de Scarlett, más puntualmente—, pero no había forma que escapara de la fiesta. A veces el que las cosas fuesen tomadas tan en serio en aquel sitio podía ser un auténtico problema. Incluso cuando había una pequeña parte de mí que se sentía ansiosa sobre ello, justo como el resto, el ser el centro de atención no era exactamente lo que más me entusiasmaba. La madre de Nate me había regalado el vestido, Scarlett me había comprado unos zapatos preciosos y Christine y Brandon me habían obsequiado un hermoso brazalete de plata. Todos esos regalos me los habían entregado el jueves, por adelantado. Si no hubiese estado tan agradecida por el gran empeño que todos estaban poniendo en ello, algo tan simple como mi cumpleaños, me hubiese sentido como una muñeca con la que habían decidido jugar por el día.

Sin embargo, estaba un poco feliz. Sería un buen cumpleaños.

La mañana del dieciocho comenzó con un suave beso de Nate, que me abrazó bajo las sábanas y susurro un alegre «Feliz cumpleaños» en mi oído. Sus labios dejaron otra serie de besos suaves en mi cuello, haciéndome cosquillas, mientras sus manos se afianzaban a mi cintura. Cualquier tipo de plan romántico, sin embargo, quedó arruinado en el momento en el que mi hermano entró a la habitación, todo ruidoso y sonriente, tirándose sobre la cama y estrujándome en un gran abrazo.

—¿Sabes, tío?, a veces deberías aprender a llamar a la puerta —comentó Nate, frunciendo el ceño, mientras yo aún era asesinada por los brazos de mi hermano.

—Nada que no haya visto antes, Micheal Jordan —respondió John.

Nate hizo una mueca de disgusto, posiblemente con una imagen mental que prefería no compartir. Quizás yo no la había pillado porque ya no me llegaba sangre al cerebro. Era probable que toda hubiese quedado en la mitad inferior, debajo de los brazos de mi hermano.

—John, quiero vivir hasta después de los veinticuatro —apunté casualmente, recordándole que aún estaba estrujándome como a una figura de cartón.

—¡Feliz cumpleaños! —volvió a exclamar el simplemente, balanceándose conmigo en brazos.

Sólo fui capaz de librarme de su estrujón porque quería darme su regalo. Sin embargo, después que John me entregara el hermoso abrigo que había traído para mí desde la ciudad, y que Nate me obsequiara un nuevo reproductor de música; no pude escapar de una nueva ronda de abusivos abrazos de oso.

Afortunadamente, logré salir de allí con vida antes del mediodía. Mi tía me había avisado que enviaría un nuevo pedido ese mismo viernes, con motivo de mi cumpleaños. Dentro de la caja donde usualmente se encontraban todos los libros que ordenaba, había algunos separados por un bonito papel brillante. Con curiosidad los destapé, encontrando todos los tomos de una serie de cazadores que había querido leer desde que había escuchado que saldría. Sonreí ampliamente. Debería recordar agradecerle a mi tía por todos los medios posibles, comenzando por llamarla. Corrí al teléfono alegremente, dispuesta a compartir mi entusiasmo.

Fue exactamente así como pasó la primera mitad de mi día: respondiendo saludos, ocasionales mensajes de texto y aprovechando para hablar con aquellos que no estaban en el pueblo y que aún se acordaban de mí.

A media tarde, Christine llegó a la librería.

—¿Chris?, ¿qué haces aquí?

Mi amiga trabajaba como enfermera en el centro médico de Long Branch, a unos diez minutos del pueblo. Su trabajo era generalmente por las mañanas, aunque a veces debía hacer turnos extras. El hospital atendía a la mayor parte de los habitantes de los pueblos vecinos, por lo que trabajaba ardua y extensamente. El personal no sobraba, motivo por el cual los horarios de Christine siempre eran un misterio. Últimamente habían conseguido que algunos doctores del centro se mudaran por los alrededores, por lo que, por lo menos, las guardias estaban cubiertas; pero aquello no siempre bastaba.

Ella me felicitó antes de responder a mi pregunta, dándome un gran abrazo. Correspondí, invitándola luego a sentarse detrás del mostrador.

—He pedido el día libre —me explicó—. La fecha lo merecía.

Le sonreí tímidamente.

—Gracias, Chris.

Ella salió aquí y allí para conseguir unos panqués, galletas y un poco de café. Después de cantarme el feliz cumpleaños y de hacer otra serie de tonterías mientras nos reíamos, ella misma fue la que decidió que sería un buen momento para ir cerrando la librería. La observé, divertida, aunque ella sólo me hizo un gesto para que me detuviera. Dejándome en blanco, me pidió permiso para ir al baño, un pequeño cuarto en la parte trasera del local. Alrededor de diez minutos después, volvió conmigo, dentro de un bonito vestido color salmón. De alguna forma, se las había ingeniado para poner su cabello oscuro y lleno de bucles hacia un costado, sostenido con una simple hebilla de carey, y en sus manos traía un pequeño neceser y su bolso. Era una maravilla que a aquella mujer le tomara tan poco tiempo arreglarse.

Christine se inclinó y luego sacó una caja de su bolso, pasándomela.

—Bueno, ahora toma esto y ve a cambiarte.

Después de protestar y decirle que un regalo era suficiente, fui obligada a abrirla, ganándome una de las famosas miradas asesinas de mi amiga. Ella era una persona tranquila, pero sabía exactamente cómo poner a todo el mundo a raya.

Con suspicacia, abrí la pequeña cajita, encontrándome con un bonito par de aros que, según ella, eran de parte de su familia. Las delicadas piezas eran de color plata, en forma de pequeñas argollas, complementando el brazalete que mi amiga y Brandon me habían regalado. Con una sonrisa, volví a abrazarla, dispuesta a cambiarme. Ella me aseguró que se ocuparía de la librería mientras yo me preparaba para la fiesta.

—¿Dónde será? —pregunté, mientras llevaba todas las cosas al cuarto de baño.

—No te importa —respondió, dándome una sonrisa por sobre su hombro.

Resignándome a no hacer preguntas y, simplemente, seguir la corriente, me encerré en la pequeña habitación. Me puse el vestido —después de una épica lucha para subirme el cierre—, unas medias y los zapatos que me habían regalando, decorando el atuendo únicamente con las piezas de joyería de plata. Sonreí, mirándome en el espejo y dispuesta a maquillarme un poco. A pesar de todo el excentricismo del que hubiese preferido prescindir, no podía negar que estaba emocionada. La idea de la fiesta hacía que aquella expresión sobre mi rostro sólo se iluminara, llenándome la ansiedad de ver a mis amigos y conocidos y pasar un buen rato.

Veinte minutos después, me encontraba de pie detrás del mostrador, sorprendida por la presencia de Scarlett, que lucía radiante. Realmente, aquella mujer podría haber hecho una buena carrera de modelo o actriz —su habilidad para actuar, especialmente cuando tenía que deshacerse de la culpa, era realmente convincente—, si su ciudad natal hubiese sido Los Angeles o algún sitio más... cerca de los reflectores.

—¡Te ves preciosa! —chilló—. ¡Oh, Dios, no puedo esperar para salir de aquí!

—¡Oye!, eso es ofensivo —comenté, con una sonrisa.

Ella sólo rodó los ojos.

—Cierra de una vez y vámonos.

Eran cerca de las seis y media cuando salimos de la librería. Las tres nos subimos al automóvil de Christine —de Brandon, en realidad, aunque ella lo utilizaba la mayor parte del tiempo—. Scarlett me permitió sentarme en el puesto del copiloto, mientras ella se acomodaba felizmente en la parte de atrás, su cabeza sobresaliendo en el espacio entre Christine y yo. Ladeé la cabeza, las comisuras de mis labios alzándose por voluntad propia.

—Me recuerdas a un perro Labrador.

Ella me dio una mala mirada.

—Tengo tacos altos, y sé cómo usarlos.

Entre risas y mis insistentes preguntas para saber a dónde demonios nos dirigíamos, atravesamos Deal Lake. Mi ceño se frunció instantáneamente en cuanto pasamos la línea imaginaria que separaba Loch Arbour de Asbury Park, bajando directamente por la calle Kingsley. Cuando doblamos en la Séptima Avenida, reconocí el sitio al instante. Una mirada escéptica fue dirigida a mis amigas, que sólo sonrieron con inocencia. En aquel sitio había festejado mi cumpleaños de dieciocho. El bar era propiedad del tío de Brandon, un tipo que parecía mucho más joven de lo que era y que se dedicaba a surfear, tocar la guitarra y vivir una vida pacífica a lo costa del este, como él solía decir.

—¡Sorpresa!exclamó Scarlett, antes que las tres bajáramos del vehículo.

El sitio había sido decorado, aunque la base estaba tal cuál como mi mente la recordaba. Las mesas de madera habían sido apartadas a los lados y el local se encontraba tenuemente iluminado, mientras la música llenaba los rincones. La barra era un importante punto de reunión, aunque muchos ya se encontraban moviéndose en el centro, como si fuese una pista de baile. La melodía impulsaba al movimiento; los vasos lucían como un incentivo también, en las manos de un buen número de presentes que pronto repararon de mi presencia. En realidad, repararon del grito de Scarlett, anunciando que la cumpleañera acababa de llegar.

Una serie de abrazos prosiguieron a nuestra entrada, distinguiéndose el de Jonathan por ser, para variar, particularmente asfixiante. Nate se abrió paso también para llegar hasta mí, estrechando sus brazos alrededor de mi cintura y dándome un pequeño beso sobre los labios.

—Te felicitaré apropiadamente luego, porque me matarán si te retengo mucho —me comentó con una sonrisa mientras, efectivamente, más gente seguía acercándose para saludarme.

No sin una ligera incomodidad, recibí todas y cada una de las felicitaciones con una sonrisa y palabras de agradecimiento.

Después de soplar las velas de una hermosa torta hecha por mi madre —chocolate, mouse, y merengue; exactamente como sabía que me gustaba—, comenzó la diversión. Con la cerveza y los tragos corriendo libremente, todos comenzamos a bailar y a reír de los movimientos y de simplemente... estar allí. Aquello no sucedía todos los días, de ninguna manera, por lo que no pude evitar acercarme a mi hermano y susurrarle al oído:

—Gracias, Johnny.

Él pasó un brazo por mi cintura, estrechándome contra su costado.

—Cuando quieras, pequeña.

Alrededor de las nueve y media me senté en la barra junto a Nate, Christine y Brandon, pidiendo cuatro cervezas y abriendo mi bolso para chequear el teléfono. No me sorprendió mucho tener dos llamadas perdidas y un mensaje de texto. Las dos llamadas no saldrían de los típicos saludos del día, a juzgar por quienes las habían hecho, más lo que verdaderamente me cogió con la guardia baja fue el escrito en mi buzón. Sólo el nombre «Reed, Zachary» en el remitente fue suficiente para ponerme nerviosa e incómoda.

¿Acaso sería mera casualidad?

Mientras, a mi lado, Nate explicaba a Brandon lo complicado que estaba siendo controlar al capitán de su equipo para las competencias de la región, me aventuré a abrir el mensaje. Realmente no tenía expectativas sobre lo que podía encontrar allí, principalmente porque no podía imaginarme por qué él me había enviado un mensaje cuando ni siquiera sabía sobre mi cumpleaños. Por aquella razón, fue inevitable el sorprenderme cuando leí:

«Kingsley y la Séptima. A las 10».

Fruncí el ceño, mirando la hora en la parte superior del móvil.

Las diez menos cuarto de la noche.

—¿Todo bien, Jo? —me preguntó Nate, apoyando una mano en mi baja espalda.

—Sí, sí, sólo un número que no conocía —expliqué, metiendo nuevamente el teléfono dentro de mi pequeño bolso—. Iré al baño.

Después de esquivar las sonrisas y los enérgicos cuerpos siguiendo el ritmo de la música, di un paso fuera del local y pronto sentí como el frío me calaba hasta los huesos. Abrazándome a mí misma e intentando entrar en calor —una acción totalmente estúpida, teniendo en cuenta el viento helado que parecía cortar mi piel—, caminé hasta la esquina, sintiendo únicamente el repiqueteo de mis zapatos sobre el asfalto. Incluso cuando dudaba que alguien más pudiera estar allí a aquella hora, la figura que podía distinguirse bajo los focos al final de la manzana era inconfundible.

Una camiseta, una chaqueta de cuero y unos pantalones oscuros. ¿Era posible que los cambios en su personalidad, con aquel estoicismo inconfundible, fuesen también visibles en su aspecto? Con el cabello hacia atrás o desordenado, con pantalones de vestir rectos o aquel modelo particularmente ajustado y casual, las camisas perfectamente abotonadas o las chaquetas despreocupadas. No importaba qué llevara, sino que siempre parecía hacerlo con la misma seguridad e indiferencia.

Quité mi mirada de su cuerpo antes de cruzar esa fina línea entre vistazo casual y adolescente atónita. Sin embargo, sus ojos se alzaron justo para encontrarse con los míos, bastante entretenido en darme aquella mirada intensa e irritante.

Suspiré.

—¿Qué haces aquí?

Una de sus cejas se alzó con tranquilidad, resultando particularmente retador. Quizás la pregunta había sido un poco agresiva, pero había bebido y no me encontraba con verdaderos deseos de pedirle disculpas por algo tan innecesario. El único que tenía que estar explicando cosas allí era él.

—Estaba aburrido —respondió, con un suave gesto de sus labios. Casi pude imaginármelo encogiéndose de hombros.

—¿Cómo sabías que estaba por aquí? —pregunté en respuesta, con una ligera inseguridad en mi voz.

¿Por qué sentía que había algo en él que no iba con el papel de acosador; pero que, a la vez, parecía sentarle a la perfección? Realmente no podía pensar en otra razón para que anduviera apareciéndose por todos lados. ¿Acaso no podría deshacerme más de su presencia? Si no se encontraba en el mismo espacio físico que yo, Zachary Reed tenía la capacidad de meterse en mi mente sin ningún problema.

—Me extraña, señorita Clare. Las noticias vuelan en este pueblo —respondió, con aquel tono de ligera burla. En caso que poner en ridículo a alguien pudiese ser considerado sutil, él tenía que ser el mejor en ello—. Feliz cumpleaños, por cierto.

A sus palabras acompañó un etéreo movimiento de su mano, extendiendo en mi dirección una flor. Una gran orquídea, para ser más específica. La tomé con vacilación, tomándome un momento para observarla. No eran rosas, no eran jazmines ni claveles. Era el tipo de flor que iba con él. Llamativa, llena de tonos extraños y, a pesar de su intensidad, increíblemente fascinante.

—Gracias —murmuré—. Yo… ya debo irme.

No sabía muy bien que decir, honestamente. Todas sus acciones no hacían más que descolocarme. Su pedante galantería, su misterio y los casuales cambios de humor no eran fáciles de manejar. Yo estaba acostumbrada a conocer a las personas, saber de ellas, poder leerlas y analizarlas. Con Zachary, ninguno de los pensamientos parecía terminar de cobrar sentido. Realmente, aunque lo intentara, estaba segura que no había forma de poner sus acciones dentro de un patrón específico. Y me hacía sentir nerviosa.

Me di media vuelta, pero lo sentí seguirme, pronunciar mi nombre más cerca de lo que hubiese deseado. Me detuve en seco, sintiendo el calor de su cuerpo a pocos centímetros de mi espalda. No era ciertamente sólo su apariencia lo que lo hacía interesante; había algún tipo de magnetismo en su presencia. Y lo peor de todo era que él parecía ser perfectamente consciente de ello.

—Vuelve a mi casa mañana —pidió—. Quiero hacerte un regalo decente.

Me permití soltar todo el aire que, en algún momento, había comenzado a retener. Su voz era sugerente, aunque suave, tranquila; como si ni siquiera tuviese que intentarlo para saber que obtendría una respuesta afirmativa. Di un paso hacia adelante, intentando alejarme de esa mezcla cálida y con aroma a madera que no me dejaba pensar con claridad. Estaba confundida, y ligeramente molesta ante mi propia actitud.

—Tengo novio, Zachary.

Incluso cuando era una afirmación, había sonado más bien como una excusa —una patética, de hecho—, ante algo que ni siquiera había sido preguntado en voz alta. Zachary no sabía que Nate era mi novio, pero había supuesto que lo había deducido por su cuenta al ver la fotografía que se me había caído en su casa. Claro, jamás había sido establecido que aquel fuese para él un indicio para retroceder.

Zachary parecía saber exactamente lo que pasaba por mi cabeza, porque simplemente soltó sobre mi oído:

—Nadie dijo que yo quisiera hacer algo que necesitara que supiera eso —había cierta donosura en su voz, algo que no me extrañó en absoluto—, pero aprecio que hayas compartido esa información conmigo.

La burla en su tono me ponía los nervios de punta y, de no haber estado ya tiritando por el frío, posiblemente hubiese comenzado a hacerlo de rabia. Me ponía nerviosa, me hacía sentir incómoda y vulnerable, casi ingenua. Y, sin embargo, no podía moverme de allí. Cada vez que Zachary Reed hablaba, tenía la necesidad de escucharlo. La curiosidad que sentía por él no era realmente algo que pudiese haber sido opacado por otras emociones.

El curso de mis pensamientos fue interrumpido cuando sentí un suave roce contra mis hombros. Mi mirada recayó sobre la chaqueta de cuero y las manos de Zachary, acomodándola sobre mi pecho. Nuevamente me encontré a mí misma estática, casi pidiendo permiso a mis nervios para respirar. No podía encontrar una explicación para el absurdo poder que él tenía sobre mí.

—Ahora te estoy dando una excusa para regresar —fue lo último que escuché de él tan cerca de mi cuerpo—. Hasta luego, Jolene.

No pude pensar en qué haría con la chaqueta o la flor para evitar las preguntas innecesarias; tampoco pude analizar mucho lo que debería hacer con aquella invitación que, efectivamente, me encontraba imposibilitada para rechazar. Ni siquiera se me ocurrió ir más lejos y llevar mis pensamientos a cosas que podían poner en peligro a terceros. Sólo me aferré a la tela de cuero sobre mis hombros y me quedé allí, en medio del frío y la oscuridad de la noche.

El curso de las cosas comenzaba a resultar demasiado confuso como para asimilarlo de golpe, especialmente porque ni siquiera sabía quién era él o qué buscaba conmigo. Y aquello sólo era el comienzo de todas las preguntas que tenía sobre Zachary y la situación a la que me empujaba constantemente.

Sólo atiné a moverme cuando él ya no se encontraba a la vista.

Entrando al local de la forma más discreta que pude, me inmiscuí entre la gente. Intentando mantener mis brazos hacia abajo y que los invitados charlando consiguieran cubrirme, me dirigí al pequeño cuarto de reposición del bar. Allí se encontraban todos los regalos, por lo que decidí dejar la chaqueta y la flor junto a ellos. Incluso entre el olor a humo y algún tipo de desinfectante de aroma a limón, el perfume fuerte de Zachary seguía siendo el predominante.

—¿Dónde demonios estabas?

Miré a Scarlett, que con las manos en las caderas y el ceño fruncido parecía el prototipo perfecto de madre molesta. Lo sentía por los hijos que pudiera llegar a tener en un futuro, en verdad lo hacía.

—Salí a tomar aire —respondí secamente, ausente—. No me estaba sintiendo bien.

A su lado, Christine me preguntó si ya me sentía mejor y alguna otra cosa a la que sólo respondí con asentimientos. Ambas me habían atrapado en el viaje de vuelta después que había dejado la chaqueta, sin darme mucho tiempo a salir con una excusa mejor.

Me llevé una mano a la frente, mientras cerraba los ojos.

¿Qué demonios estaba haciendo?

La fiesta no fue la misma desde aquel momento. Realmente no estaba segura si todos habían sido conscientes de mi cambio de humor, pero poco a poco el fulgor de la noche se fue apagando, hasta que éramos unos pocos y mi cumpleaños, oficialmente, ya era historia. Con el reloj dando la una y veinte de la madrugada, Nate y John me ayudaron a recoger todos los regalos, mientras Scrarlett, Christine y Brandon se encargaban de empacar la comida y todas las cosas que habían sobrado. Mis movimientos fueron rápidos y conseguí hacerme de la chaqueta, ocultándola dentro de una de las bolsas de regalos. La flor la dejé delicadamente dentro de otra, procurando no aplastarla.

Christine y Brandon se fueron en el vehículo de este último, y mi hermano se ofreció a acompañar a Scarlett a casa. Nate y yo terminamos de chequear que no hubiese quedado nada y luego nos subimos al auto de él. Fue un viaje en silencio; mi compañero lo atribuyó al cansancio —después de preguntarme más de una vez si me encontraba bien—, pero yo sabía que simplemente me encontraba algo… abrumada. Había sido una noche atípica, de principio a fin.

Llegamos a mi casa, y el primer movimiento fue sacarme los zapatos, prácticamente por acto reflejo. Un suspiro de placer se me escapó cuando mis pies tocaron la fría superficie, mientras doblaba los dedos, intentando recuperar un poco de la sensibilidad que habían perdido durante la noche. Mientras yo me estiraba lentamente, caminando por la sala, Nate se encargó de entrar los regalos que habían quedado en su coche y de dejarlos sobre el sofá.

—¿Los has revisado? —me preguntó con una sonrisa.

—No, déjalos ahí, los veré mañana —respondí, acallando un bostezo—. Estoy muerta.

Comencé a arrastrar los pies hasta la habitación, sintiendo los pasos de Nate detrás de mí.

—¿John tiene llave?

Nathaniel apoyó sus manos en mi espalda, haciéndome sentir una emoción extraña. Con cuidado, bajó el cierre de mi vestido, ayudándome a quitármelo. Tragué audiblemente. No era normal que me sintiera nerviosa a su alrededor; pero, quizás por primera vez después de años, lo hacía.

Asentí.

Sus brazos se ciñeron alrededor de mi cintura y sus labios rozaron suavemente mi cuello, haciéndome estremecer. Tocarnos, abrazarnos, besarnos, querernos… con Nate era casi rutinario, algo que surgía de la nada y con sencillez. Sin embargo, en aquel preciso instante, se sentía extraño…, tenso. Mi corazón latía más rápido de lo normal, mi garganta se sentía seca y tenía sentimientos encontrados. Una extraña ambigüedad había comenzado a formarse entre lo que siempre había sido mi vida y aquello que había parecido sólo un eterno rincón de mi imaginación y mis deseos.

Giré en los brazos de Nate, sintiendo sus manos aferrarse a mi espalda y sus labios dejar un suave beso sobre mi nariz. Me sonrió, con aquella expresión que me recordaba al adolescente junto al que había pasado tanto tiempo. Me besó, tierna y lentamente. Nuestros labios se separaron a los pocos segundos y mi rostro viajó a ocultarse en el cálido hueco entre su cuello y su hombro. Él acarició mi cabello suavemente, teniendo ambos allí un pequeño… momento. No éramos románticos ni demostrativos en exceso, pero había sentimientos entre nosotros. También sentía un extraño peso sobre mí, uno que jamás había percibido y que, de repente, parecía hacerse notar como un enorme saco de rocas.

—¿Lo has disfrutado?

Su voz siempre era así, cálida y suave, como si cuidara de mí; bromista e infantil, como si no fuésemos más que los mejores amigos, que hermanos con la más natural de las relaciones. Lo que compartíamos Nate y yo tenía diferentes matices, pero él no dejaba de ser siempre un apoyo, alguien que me quería por quién era y sin importar qué fuese lo que tuviera para darle.

—Fue una gran noche, sí.

Sus labios se mantuvieron en mi cuello y pasearon por mi hombro mientras la tira del sujetador se deslizaba por él. Nate le dio una distraída patadita a la puerta, cerrándola, para que luego los dos nos deslizáramos hacia atrás. Mis manos, aferradas a su cabello, se hundieron profundamente, al igual que mis propios pensamientos. No quería dejar mi mente en cosas que no parecían tener explicaciones. O no quería las explicaciones que tenía, por lo que simplemente prefería ignorarlo.

Las manos grandes, ásperas y familiares que tan bien conocía trazaron mi cintura mientras los dos nos acomodábamos sobre la cama. Nate aguantó su propio peso sobre los antebrazos, dejando una serie de casuales besos sobre mi cuello y mi pecho. Era el disfrute de lo familiar, la caricia de lo que se había vuelto otra pequeña parte de mí a la que me había acostumbrado. Sus labios sobre los míos, su piel desnuda rozando mi cuerpo… Nate era esa parte segura de mi vida, recordándome cada pequeño detalle de todos los años que habíamos pasado juntos, viendo el mismo pueblo, la misma gente, los mismos sitios poco afectados por el paso del tiempo. Él me daba tranquilidad, un pequeño espacio en el que yo era dueña de todo lo que me rodeaba.

Lo besé, me aferré a él y disfruté del contacto de nuestros cuerpos. Sentí el placer de las suaves estocadas y los susurros bajos, aunque mi cuerpo siempre buscando algo más. Ese algo que mi mente comprendía, pero que no estaba segura que pudiera hacer llegar directo a mi corazón. Era extraño, con poco sentido, increíblemente indefinido… Mi mundo parecía estar de cabeza de un momento para el otro, y mis convicciones se habían agitado, llevando los pensamientos a otro nivel.

Con aquellos brazos a mi alrededor, me sentía segura, era capaz de conciliar el sueño, fuese durante una noche tranquila o en la madrugada más agotadora. Era Nate, después de todo.

En algún momento, me dormí, deseando que ningún suceso me persiguiera en la inconsciencia.

Gracias a Dios, así fue.



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