«Casa de Naipes»: Capítulo IV.

Estaba cansada, en cualquier sentido literal o metafórico que la palabra pudiese tener —incluso cuando no estaba muy segura que el último existiera—. El día anterior había sido lo suficientemente agotador, la noche se había vuelto extensa y había desgastado las horas de madrugada dando vueltas en la cama. Sin poder conciliar el sueño, me había arrastrado hasta el ordenador y había pasado tres horas escribiendo, prácticamente sin detenerme. Cuando Jonathan se levantó, me preguntó si estaba usando el ordenador o aporreándolo. Ni siquiera me molesté en darle una respuesta más interesante que un «mhm», volviendo a sumirme en las páginas de mi proyecto. De repente, parecía como si las palabras simplemente se deslizaran desde mi mente hasta mis dedos con naturalidad. No podía detenerlas. No quería detenerlas.

Necesitaba detenerlas.

No pude evitar fruncir el ceño cuando releí la última línea de lo que traía escrito. Tragué pesado, sintiéndome ligeramente molesta conmigo misma.

—¿«Si te aburres tanto como yo, ya sabes dónde encontrarme»? —leyó la voz de Jonathan, por sobre mi hombro, y pude intuir que estaba sonriendo—. ¿Qué demonios estás escribiendo?, ¿porno?

Como única respuesta, le aventé un resaltador, lo primero que pude coger de mi escritorio.

Con aquella necesidad de arrastrarme y pretender que realmente tenía algún tipo de energía vital, me preparé una gran taza de café y reuní toda la determinación que tenía para dirigirme a la librería. Incluso cuando mi buen juicio me decía que debía dejar de escribir, no pude evitar coger los archivos que guardaba en la memoria para continuar con la historia durante mis ratos libres en el trabajo. La sensación de ansiedad era increíble. Como por arte de magia, la historia comenzaba a tomar forma en mi cabeza, y sentía la voraz necesidad de escribirlo todo. Incluso cuando aquello significara pensar en cosas que no debía.

Zachary había conseguido tenerme con la mente en cualquier sitio tan sólo con un par de palabras y un avance que parecía totalmente casual. Si bien sus cambios de actitud eran una cualidad singular, lo que más me extrañaba de él era la profundidad en sus ojos. Por momentos, simplemente parecía un ser salido de mi imaginación. Cuando sus palabras volvían a hacer eco dentro mi cabeza, los encuentros entre nosotros sonaban absurdos.

Suspiré. Quizás estaba viendo un océano donde sólo había un charco. El que, por fin, hubiese un nuevo factor… diferente en el día a día, nos tenía a todos ligeramente exaltados. La casa de Edgemont y sus extraños habitantes se había vuelto un tema frecuente de conversación en el último tiempo.

Algo, sin embargo, me impulsaba a mantenerme callada. No me sentía en el lugar de hablar más de la cuenta. Parecía correcto guardar aquella pequeña información para mí.

El cansancio se quedó conmigo durante el resto de la semana. Me quedaba hasta tarde escribiendo, me levantaba temprano para desayunar con Nate y mi hermano, y salía para la librería. La preparatoria estaba ultimando detalles para el campeonato nacional de fin de año, y John quería aprovechar sus últimos días en Loch Arbour para pasar un poco más de tiempo con mis padres, por lo que generalmente tenía la casa para mí durante todo el día. Incluso ante los deseos de quedarme, iba a la librería regularmente, aunque más de un vez había aprovechado para irme temprano. El fin de semana, sin embargo, decidí quedarme en la librería escribiendo y organizando el nuevo pedido para el lunes. Los libros habían llegado el sábado, ya que mi tía había tenido algo de tiempo libre, por lo que decidí tomarme mi tiempo para acomodarlos. Aunque no quería atribuírselo a ninguna razón en particular, cuando comenzaba a caer la noche del domingo empezaba a sentirme ansiosa. Las palabras de Zachary aún parecían adheridas a mi oído, resonando con insistencia.

El último día de la semana me fui de casa a primera hora para pasar por el hogar de los Brown, a dejarles los libros que el matrimonio me había encargado. Después de una agradable charla, me había dirigido directamente a la librería, para pasarme ordenando la parte que quedaba del pedido hasta entrada la tarde.

Aunque realmente tenía una leve esperanza que Zachary no volviera aquel domingo, lo hizo. Con esa casual y envidiable tranquilidad, se deslizó dentro del local, saludándome con una sencilla inclinación de cabeza y cierta chispa en sus ojos. A diferencia de otras veces, cargaba un libro bajo su brazo. Lo reconocí de inmediato, ya que era uno de los que había comprado la semana pasada.

—¿Tuvo algún problema con el libro? —pregunté.

Incluso cuando no quería involucrarme con él, no podía detener mi lengua. Mi cerebro parecía estar en un extraño estado de sopor. No estaba bien y me importaba, pero no podía hacérselo entender al resto de mi cuerpo.

—Creo que no necesitas tratarme de usted —comentó—. No soy tan viejo.

Lo cuestioné con una mirada que él pareció pillar al instante.

—Veinticinco—respondió, volviendo sus ojos a las estanterías.

Hice una pausa, olvidándome por un momento qué era lo que había impulsado aquel pequeño intercambio.

—¿Entonces… hay algo malo con el libro?

Sus ojos se volvieron hacia mí, su ceño ligeramente fruncido. Tomando otro libro más, se acercó al mostrador y me dio ambos, explicándome con brevedad que se llevaría el primero y que quería títulos diferentes del autor del segundo. Sonreí ligeramente cuando vi uno de los conocidos libros de John Katzenbach. No me extrañaba. Aquellos parecían ser los géneros sobre los que Zachary reincidía. Lamentablemente, el misterio le iba demasiado bien.

—Tengo que imaginar que has leído El Psicoanalista.

Me miró, y la respuesta era clara en sus ojos. De cualquier forma, se encargó de asentir vagamente.

—También El Viajero y La Guerra de Hart.

Suspiré, moviéndome hacia el ordenador rápidamente. Era extraña la forma en la que podía actuar como el lunes anterior, tan intrigante y… descarado, y pasar por la librería algunos días después como si nada hubiese sucedido. Sin embargo, el brillo condescendiente en sus ojos era la prueba clara para saber que todo estaba allí. En ese momento, aquella superioridad en sus ojos no era sólo algo más, algo desconocido para mí: él sabía que me había afectado. A través de sus gafas, a través de sus ojos garzos, podía darme cuenta perfectamente que él veía a través de la supuesta calma. Él podía conseguir todo eso de mí que yo me encontraba imposibilitada para obtener de él.

Tuve que tragar dificultosamente antes de comentar:

—No me han quedado otros libros de Katzenbach —comenté—, pero… mañana debo enviar el nuevo pedido, así que… ¿El hombre equivocado?, ¿La historia del loco, quizás…?

Una de las comisuras de sus labios se alzó.

—Ambos.

Zachary apoyó unos billetes sobre el mostrador mientras yo le explicaba que, generalmente, los pedidos estaban los sábados o los domingos, aunque siempre dependía del tiempo de quién me los enviaba —que era mi tía era un detalle que él no tenía por qué saber— y de cuánto tomara el viaje de carretera. Hablaba sin parar, quizás porque estaba nerviosa. Eran meras tonterías, mas quise morderme la lengua cuando solté:

—Puedo llevárselos hasta su casa si quiere —comenté casualmente, anotando los títulos de libros en el ordenador—. Llevártelos, perdón.

Entonces me di cuenta de lo que había dicho, los latidos de mi corazón acelerándose instantáneamente. Mis cejas se alzaron y mis ojos viajaron con rapidez hasta los suyos, que volvían a tener aquel tinte tan familiar y condescendiente. No estaba sonriendo exactamente, pero no necesitaba aquel gesto para darme cuenta que la situación en sí era divertida para él. De un momento para el otro, mi respiración se volvió pesada.

—Perdón, yo no… —tomé una bocanada de aire—. Quiero decir, puedes venir aquí…

—No, está bien —comentó, una de las esquinas de sus labios alzándose, sin poder contener más aquella exasperante media sonrisa. Su aguda mirada no se despegó ni un segundo de mis ojos cuando añadió—: Ven.

Con una despreocupación y un exceso absurdo de confianza, tomó mi teléfono móvil del mostrador. Antes que pudiera preguntarle qué demonios estaba haciendo, tecleó rápidamente unas cuantas cosas y un teléfono comenzó a sonar en el bolsillo de su abrigo. El tono, sin embargo, se detuvo con la misma rapidez, mientras él volvía a depositar mi móvil donde había estado unos segundos antes.

—Avísame cuando los tengas.

Ni siquiera cuando se Zachary se fue conseguí sentirme tranquila, como sucedía siempre. Como una idiota, me senté detrás del mostrador, dándole vueltas a algo que no debía tener tanta importancia como yo estaba dándole. Ciertamente había algo de él que no encajaba allí, que no encajaba dentro de aquella perfecta burbuja en la que todos los habitantes vivíamos. Mientras observaba el Reed, Zachary que destacaba entre mis contactos, realmente me costaba creer lo que había sucedido. Básicamente, me costaba creer en él y todo lo que hacía.

Mis manos se dirigieron hasta el ordenador, abriendo el familiar documento que albergaba un buen número de capítulos escritos. Casi sin darme cuenta, mis manos comenzaron a deslizarse rápidamente por las teclas, sin darme tiempo a pensar lo que comenzaba a aparecer en la pantalla:

«El mirarlo daba la impresión de estar observando una de esas elaboradas miniaturas dentro de las esferas de cristal, que parecen completamente cautivantes y atractivas, pero totalmente inalcanzables a simple vista. Allí había un duro cristal por romper, una picardía que iba más allá de su personalidad retadora; podía notarse con sólo observarlo con detenimiento. Pero sentía que romperlo, de alguna manera, destruiría su belleza. Él parecía una fantasía salida de la nada misma, que me incitaba a perderme dentro de ella. Él era una mancha extraña en la perfecta transparencia de un sitio que, a mis ojos, había sido el mismo durante toda mi vida (…)».

Suspiré, pensando que amplificar y plasmar mis sentimientos, de una forma dramática y absurdamente… cursi, no era una buena idea. Inevitablemente, mi cabeza volvió a repetir la reciente conversación que había tenido con aquel extraño hombre.

Su casa parecía ser una de esas pequeñas barreras que no sabía si quería, o podía, cruzar. Y mi accionar tampoco estaba siendo, exactamente, al que estaba acostumbrada. Mi corazón latió en anticipación ante el simple pensamiento, sin poder irse de mi cabeza durante todo el camino a casa. ¿Cómo podía ser que algo tan sencillo como aquello tuviese mi mente trabajando a mil por hora?

Estaba sugestionándome demasiado.

Suspiré.

Cenaría algo liviano y me iría a la cama.

Cuando llegué a casa, no sólo encontré a John, sino que Nate se hallaba también con él. Les di una sonrisa cansada a ambos, besando a mi hermano en la mejilla y a mi compañero, suavemente, en los labios. Sonreí con cansancio en dirección a la televisión, mientras ambos veían la previa de uno de los partidos de los preolímpicos de basquetbol. No era que yo supiese mucho, pero había escuchado a los hombres hablar sobre dicho partido durante nuestro último almuerzo. Aquello me proveería, posiblemente, de unos buenos minutos de autismo asegurado.

Nate había cocinado algo, por lo que tomé un poco de carne y ensalada y me senté en mi escritorio, teniendo una visión lateral de la televisión. Cuando el partido comenzó, sin embargo, aún no había escrito ni un párrafo más. El encuentro entre los protagonistas me parecía tan… tenso. Quizás era sólo yo, que no estaba en mi mejor ánimo para escribir. Simplemente parecía querer pasar aquella parte rápido para llegar a terreno seguro.

Me preguntaba si no tenía que ver con lo que sucedía en mi vida.

Cerrando los ojos y estirando los brazos por sobre mi cabeza, decidí que era mejor irme a dormir. No iba a forzar aquello. Incluso la idea de cerrar los ojos y tener que pensar en algo me parecía mejor que ponerlo en palabras que no me llevaban a ningún sitio.

El sábado llegó mucho más rápido de lo que hubiese deseado. No había oído de Zachary durante toda la semana, pero, de cualquier forma, se mantenía entre mis pensamientos con frecuencia, especialmente cuando era mi turno de llevar libros a algún vecino o cliente regular. No era una buena motivación.

El pedido que había hecho a mi tía había llegado aquel día, por la mañana, y me encontraba ordenando los nuevos libros, teniendo que ocuparme ocasionalmente de algún comprador. Scarlett llegó a visitarme alrededor de las cinco de la tarde, justo poco minutos después que yo hubiese separado los dos libros de John Katzenbach que ya tenían dueño. Traía sus cosas de trabajo, aun no se preocupó mucho por ellas cuando las tiró en el suelo distraídamente.

Comenzó a mostrarme felizmente tres fotos de la fiesta de disfraces que había conseguido gracias a sus alumnos. En una de ellas, nos encontrábamos nosotras dos y Christine, conversando. En otra, mi hermano se hallaba sacudiendo su tridente en el aire, mientras Nate y yo lo mirábamos con el ceño fruncido, aunque con mal disimuladas sonrisas. En la última imagen ya no estaba John, sino que sólo éramos nosotros dos, riéndonos de algo, con nuestras frentes casi tocándose. De esa última, había dos copias.

—Son para ti, y una es para Nate —me comentó con una sonrisa, sus grandes ojos celestes brillando cuando agregó:— ¡Os veis tan monos!

Sonreí.

—Gracias, Lettie.

Por una buena cantidad de minutos, mis preocupaciones pasaron a un segundo plano, mientras me reía de los relatos de Scarlett sobre la semana de clases después de la fiesta. Aquel tipo de eventos siempre llenaban el aire de entusiasmo y, además, sabiendo que Noviembre era época de competencias deportivas, el clima de euforia entre los estudiantes del Ocean Township podía casi verse como una sustancia flotando en el aire. Incluso Nathaniel parecía estar constantemente lleno de energía, más de la usual, hablando del equipo, los muchachos, las jugadas y todo aquello que John comprendía y que yo, como buena compañera, escuchaba con una sonrisa. Nate parecía feliz, por lo que aquello bastaba.

Scarlett hizo el regular comentario sobre el asunto de los habitantes de la casa de Edgemont, reiterando que, aparentemente, era inútil buscarlos entre la multitud. Aquello no hizo más que ponerme los nervios de punta, aunque mi compañera pronto se encargó de cambiar el tema de nuestra conversación. Aparentemente debía irse pronto porque tenía una cita con Gregory West, un muchacho que había estado con nosotras en la preparatoria y que había heredado la carpintería de su padre, trabajando allí desde que tenía dieciséis años. Ella parecía entusiasmada, aunque no me extrañaba. Había algo en mi compañera que siempre me recordaba al prototipo básico de una romántica empedernida.

Claro, en cuanto Scarlett dejó la librería, enloquecí un poco. La anticipación no era algo con lo que tuviese que lidiar constantemente, viviendo la vida que vivía, por lo que realmente no sabía muy bien cómo manejarla. Sólo podía pensar en hacer aquello como todos los días, olvidándome de las palabras de Zachary y de la peculiar mirada en su rostro cuando me había permitido la visita a su casa.

Rodé lo ojos para mí misma. No me había invitado a su casa. ¡Sólo eran unos benditos libros, por el amor de Dios!

Decidida a no llamarlo y seguir poniéndome en ridícula hasta niveles insospechados, decidí enviarle un mensaje de texto, preguntándole si podía pasar por su casa en aquel momento. Él me había dicho que trabajaba desde allí, por lo que no quería molestar. O, quizás, sólo estaba poniéndome excusas a mi misma para postergar el momento.

Claro, cuando un desabrido «Ahora está bien» apareció en mi bandeja de entrada, supe que no tenía opción.

Con aquella mezcla de sentimientos, que se debatían entre la inquietud y la molestia conmigo misma, me calcé el abrigo y una larga bufanda alrededor del cuello, dispuesta a cerrar la librería. Puse los libros y las fotos que Scarlett me había dado dentro de mi bolso, y cogí las llaves del local.

Las calles de Loch Arbour eran increíblemente frías en aquella época del año. El cielo se encontraba cargado de grandes nubes de lluvia, que amenazaban con soltar su furia sobre mí de un momento para el otro. Apreté el paso, decidida a terminar aquello cuanto antes. Como si fuera algo verdaderamente doloroso, deseaba hacerlo de un tirón y sin pensar mucho en ello.

Edgemont era una calle oscura, iluminada tenuemente por los reflejos de las luces hogareñas sobre el agua. La casa de Zachary, sin embargo, destacaba sobre la línea de viviendas frente al lago, incluso en la penumbra de la noche. Era una casa hermosa, con un pequeño camino de ladrillos llenos de flores que, increíblemente, parecían más cuidadas de lo que deberían. Aunque jamás me había puesto a pensarlo, incluso cuando nadie había vivido allí por más de veinte años, la casa siempre se había mantenido en buen estado. Sólo una vez habíamos pillado gente pintándola, cuando yo tenía alrededor de quince años, y habíamos pensado que simplemente estaban arreglándola para venderla. Sin embargo, tan pronto como habían terminado con ella, los pintores se habían ido y la casa había seguido allí, sumida en perfecta soledad.

Con vacilación, subí la primera tanda de peldaños. Ocultas detrás del largo porche, podían verse dos ventanales, cubiertos con pesadas cortinas que no permitían ni una mínima visión hacia el interior. Podía haber gente allí o no; era imposible decirlo a ciencia cierta. Deteniéndome en el último bloque de escalones frente a la puerta, tomé una profunda respiración y subí, quedando de pie frente a la puerta. Mis nudillos golpearon suavemente la superficie, aguardando por una respuesta encogida dentro de mi abrigo.

La puerta se abrió. La luz del recibidor se encontraba apagada, aunque la proveniente de lo que debía ser la sala hacía de la oscuridad una ligera penumbra, suficiente para ver. Fruncí el ceño cuando me encontré con Zachary detrás de la puerta, su cuerpo prácticamente oculto. Desde mi posición sólo era visible uno de sus hombros y su rostro, sobre el que se encontraba la ya familiar sonrisa de superioridad. Para mi sorpresa, las gafas de montura negra no estaban sobre el puente de su nariz, sino que simplemente quedaban a la vista sus ojos azules, mirando directo a los míos.

—Aquí tengo sus… tus libros —murmuré, en un tono quizás más rudo de lo esperado. Carraspeé, intentando sacudir aquella extraña necesidad de tratarlo de usted. De alguna forma, todo lo formal parecía encuadrar mejor con su aspecto y personalidad.

Él no vaciló ni un segundo cuando dijo:

—Entra, por favor.

—¿Eh?

Sus ojos brillaron mientras su sonrisa parecía extenderse un poco, prácticamente unos milímetros inexistentes. No podía decirlo con seguridad, porque el cambio había sido sutil y los nervios podían estar traicionándome. De un momento para el otro, sentía la garganta seca. Sus expresiones siempre me parecían ligeramente siniestras, incluso cuando el atractivo de ellas era lo que predominaba.

—Sería irrespetuoso de mi parte no invitarte, por lo menos, a beber algo por haberte tomado la molestia de venir hasta aquí.

—No bebo —fue la respuesta más inteligente con la que pude salir.

Sus ojos chispearon con aquel destello que no me gustaba para nada.

—Te recuerdo que hace poco tuvimos un encuentro en un bar, Jolene.

El sonido de mi nombre, pronunciado lenta y marcadamente por sus labios, era como una caricia y un rasguño sobre la misma piel.

—Mañana trabajo.

Suspiré, sintiéndome la perfecta idiota que, sin dudas, era. ¿Realmente pensaba que aquel tipo iba a caer en las pobres y tristes excusas que inventaba sobre la marcha mi mente, cuyo funcionamiento se había reducido un cincuenta por ciento desde que había subido los últimos peldaños?

—Yo también —replicó él, aún en la misma posición tras la puerta—. No te retendré mucho, lo prometo. Sólo una copa.

Mi madre no había tenido que ser muy cuidadosa conmigo cuando era pequeña. Loch Arbour siempre había sido el tipo de sitio donde todos se conocían, donde los hijos de las diferentes familias —que asistían a la misma escuela, por supuesto—, jugaban entre ellos; con un toque de queda que, en esos acuerdos implícitos por la costumbre, era la hora en la que el pueblo descansaba. Jamás había sido una joven problemática, y nunca había dado disgustos a mis padres, pero conocía las reglas básicas que, por excelencia, se les enseñaban a las personas cuando se encontraban en sus años de inocencia. No hables con extraños. No aceptes cosas de extraños. No entres a la casa de extraños y bebas la copa que te ofrecen a cambio de un favor que, después de todo, es sólo tu trabajo.

Y allí estaba yo, dando un paso dentro de la residencia de Zachary Reed, como una niña asustadiza que se burlaba de todo lo que, sabía, estaba mal.

El interior de la vivienda lucía tan exquisita como el frente: pisos de madera, muebles lustrosos y antiguos, pequeños detalles de decoración y colores cálidos sobre las paredes. Seguía a Zachary por el recibidor, observando distraídamente algunas piezas de arte colgadas minuciosamente, hasta el sitio del que provenía la luz. Resultó ser la sala. La decoración seguía la línea barroca y distinguida de lo que ya había visto, siendo interrumpida por el modernismo del televisor de plasma colgado en la pared, el portátil sobre la mesa de café y el gran estéreo al fondo de la sala, cuya pantalla hacía un extraño e inquietante juego de luces. Absorbí los detalles con rapidez, enfocándome luego en la mano del dueño de casa, que estaba invitándome a sentarme en uno de los sofás individuales alrededor de la mesilla. Acepté la propuesta silenciosamente, acomodándome y poniendo las manos sobre mi regazo, sintiéndome… extraña.

Era muy tarde para arrepentirme de haber ido hasta allí, ¿cierto?

—¿Vino tinto? —preguntó.

Asentí vagamente. La verdad era que no bebía más que cerveza, y sólo por culpa de Nate y mi hermano. No era una gran fanática de la bebida, especialmente porque mi tolerancia no era la mejor. No que la hubiese puesto muchas veces a prueba, claro. Posiblemente había dejado de beber en el momento en el que había descubierto lo que se sentía tener una resaca, o algo vagamente similar.

Mientras Zachary se volvía para ir a buscar el vino, reparé de su usual vestuario: camisa y pantalones de vestir, llevados con una sencillez que parecía casi casual. Difícilmente podía imaginármelo en pantalones deportivos o alguna camiseta vieja. De alguna forma, siempre parecía encontrarse en su elemento. Era absurdamente estoico, como salido de alguna historia de clichés imposibles en la vida real.

En lo que podrían haber sido segundos o largos minutos, habiéndome perdido dentro de mi cabeza, Zachary regresó con dos elegantes copas de vino. Con cuidado acepté la pieza de cristalería que me tendió, dándole un sorbo casual. Mientras la apoyaba sobre la mesilla con extrema delicadeza, temiendo romperla, saboreé el líquido dulzón, que quemó mi garganta ligeramente al atravesarla.

El silencio incómodo, interrumpido únicamente por el murmullo de la televisión, era algo desesperante. Los ojos de Zachary sobre mí, sin embargo, era lo más intimidante. Los deseos de salir de allí volvían a agitar mi cuerpo.

Sin saber exactamente cómo actuar, cogí la copa de vino y le di otro pequeño sorbo.

—¿Vives solo? —pregunté, teniendo repentinamente la revelación al no escuchar ni un solo ruido en la casa. Eran las siete de la noche y en el pueblo comenzaba a oscurecer, lo que era una señal inequívoca para regresar a casa.

—Sí —respondió él únicamente.

Oh. Interesante.

—¿Y el muchacho rubio que estuvo aquí?

Cuando la pregunta escapó de mis labios, tardé sólo unos segundos en darme cuenta de su imprudencia. Él me miró con cierta suspicacia, aunque sin perder el aire divertido. Parecía entretenerle el hecho de mantenerme fuera de su cabeza y, especialmente, de su vida. Aunque, sobre todo, supuse que el haberme dejado en evidencia era lo más hilarante para él. Aquella pregunta no había sido más que la prueba que yo estaba interesada, de alguna forma particularmente retorcida. ¿Acaso ahora era una acosadora?

—Scott —explicó, con una expresión que destilaba cierta hipocresía en su cordialidad—. Trabaja conmigo.

Él se encontraba sentado en el sofá de tres cuerpos a mi lado, recostado sobre el respaldo y con un brazo distraídamente sobre él, mientras la mano del libre sostenía la copa. Incluso a pesar de la posición despreocupada, parecía seguir teniendo un aire ligeramente intimidante. El hecho que sus ojos, aún desprovistos de gafas, no me hubiesen abandonado desde que se había sentado era, posiblemente, uno de los motivos principales. Me sentía pequeña, vulnerable… expuesta.

Suspiré por enésima vez en la noche, imponiéndome el mantener la calma, incluso cuando el mutismo me estaba volviendo loca. Zachary estaba muy relajado, y parecía encontrar el observarme una tarea fascinante. Me mordí el labio con impaciencia, pensando cuál podía ser mi vía de escape. La incomodidad había superado la curiosidad notablemente.

Una melodía aguda y bastante molesta, aunque algo lejana, me distrajo. ¿Mhm...?

¡Oh!, ¡mi teléfono!

Con una velocidad que, inevitablemente, desembocó en torpeza, abrí mi bolso y rebusqué dentro de ella hasta dar con el aparato, algunos papeles volando hasta el suelo en el proceso. Aún sin poder deshacerme del sentimiento de incomodidad, abrí el móvil. Era el número de mi casa.

—¿Sí?

¿Jo? —la voz de Nate, después de tanto silencio, sonó increíblemente fuerte en mi oído—, ¿dónde estás? ¿Vendrás a cenar?

—Sí, estoy terminando de entregar unos libros —respondí fugazmente, echando una inevitable mirada en dirección a Zachary. En sus manos se hallaban dos de los papeles que habían caído al suelo. Pronto reparé que no eran papeles, sino las fotos que Scarlett me había llevado aquella tarde—. Estaré... allí pronto.

¿Estás bien?

—Sí, Nate, no te preocupes —murmuré rápidamente.

De... acuerdo —musitó, no muy convencido—. Tu hermano está preparando la cena. Te esperamos.

—Vale, gracias —repliqué velozmente, sin siquiera pensar en detenerme en nimiedades—. Adiós.

Cerré el teléfono, y distraídamente volví a meterlo en mi bolso, observando fijamente a Zachary. Así como mis ojos se encontraban adheridos a él, los suyos estaban sobre las fotos que tenía en sus manos. Había una expresión intrigante sobre su rostro mientras las observaba, y me cogió por sorpresa cuando movió una rápidamente, sosteniéndola con dos de sus dedos y dejándola en mi dirección. Era la foto en la que Nate y yo nos encontrábamos solos, compartiendo esa broma privada que no recordaba.

—¿Nate? —preguntó misteriosamente.

Asentí con desconfianza.

Una sonrisa de lado adornó fugazmente su rostro.

Pasándome las dos imágenes que Scarlett me había regalado, él volvió a recostarse sobre el sofá mientras yo guardaba todas las cosas dentro de mi bolso, con una torpeza digna de un niño de diez años. De pronto, tenía la impostergable necesidad de salir de allí.

—Zachary, yo... eh... debo irme —expliqué—. Me están esperando.

Asintiendo vagamente, aún con la misma expresión sobre su rostro, él se puso de pie. Prácticamente dando saltos de alegría, imité la acción y comencé a seguirlo por la sala, hasta que ambos alcanzamos el recibidor. Él se detuvo frente a la puerta, su espalda ancha siendo lo único en mi campo de visión hasta que abrió la puerta. Si la velada había sido incómoda, sin dudas la despedida no tenía nada que envidiarle al resto. Hice un torpe gesto, algo que se debatía entre una inclinación de cabeza y una especie de asentimiento. Tachad eso del cincuenta por cierto, por favor. Mi cerebro estaba funcionando sólo al diez por ciento, toda su utilización meramente para actividades motrices básicas.

—Gracias... por el vino —murmuré, sin convicción—. Hasta pronto.

Estaba por salir, cuando sentí su mano alrededor de la mía. Largos y fríos dedos me hicieron tiritar cuando el suave tirón me obligó a detenerme. Aunque posiblemente me hubiese congelado en mi lugar con su mero toque, sin que él utilizara ni un ápice de fuerza.

—Espera —llamó. Más bien, ordenó.

Me cogió por sorpresa el delicado tirón de una de sus manos en mi antebrazo. De un momento para el otro quedé frente a frente con él, mi corazón dando violentos latidos cuando reparé de la poca distancia que nos separaba. Lo vi acercarse, y cientos de cosas pasaron por mi cabeza. Su rostro se deslizó hacia adelanté y sentí que en algún punto había dejado de respirar. No podía describir la sensación exacta en ese instante, ni cuando su respiración quemó sobre mi oído. Un roce casual, suave, increíblemente desesperante. Quizás era la primera vez que comprendía aquella famosa frase de piernas de gelatina. Estaba segura que su agarre se había vuelto más fuerte mientras musitaba:

—Gracias por los libros, Jolene —apartándose luego, pude ver una de esas pequeñas y desafiantes sonrisas trepando por su rostro. Con absoluta confianza, alzó mi mano y deposito un casual beso sobre el dorso. De repente, la piel que sus labios habían tocado parecía arder en llamas—. Nos vemos.

Murmuré algo que sonó inteligible incluso para mí misma. Cuando mi mano fue liberada, me aparté de él, dándome media vuelta y tratando de bajar los escalones con toda la dignidad que pude reunir —ese poco que aún no había perdido frente a él—. Me perdí en las calles oscuras del pueblo, bordeando el lago hasta doblar en la esquina de Edgemont.

Inconscientemente, retando otra vez los límites de lo patético, mi mano izquierda envolvió la que había sido besada, frotándola con nerviosismo. Mi desesperada caminata se volvió un andar tranquilo, casi ausente, mientras intentaba comprender el sentido de la situación y de los cambios de humor del nuevo y extraño habitante de Loch Arbour.

Demonios, el tipo se estaba tomando demasiadas confianzas y yo... y yo... ¡Ugh!

Resoplé, sacudiendo la cabeza y pretendiendo olvidar el asunto.

Maldito Zachary Reed.


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