«Casa de Naipes»: Capítulo III.

Durante los siguientes trece días, sólo recibí dos visitas más de Zachary Reed. La primera, después de aquel peculiar lunes, fue el domingo siguiente. La curiosidad había estado matándome hasta aquel día, pensando que quizás él ya había terminado lo que tenía que hacer en Loch Arbour y había abandonado la casa nuevamente. Podía ser sólo una estadía temporal, que luego dejaría la vivienda desolada por otra larga temporada, y mi vida allí volvería a su monotonía y tranquilidad habitual.

Pero las cosas, aparentemente, no eran tan sencillas como en mi mente.

Scarlett me había comentado que había vuelto a ver un automóvil en la puerta ese miércoles, posterior a su tercera visita, del cual se había bajado un tipo relativamente joven, de cabello rubio y aspecto esquivo. No había alcanzado a ver mucho, ya que el muchacho había tocado el timbre y el portón de la cochera se había abierto pronto, desapareciendo el vehículo detrás de él algunos minutos después. Aquel había sido todo el movimiento que ella había divisado, y aún no sabía quién vivía más allí. Sus suposiciones decían que aquel debía ser el hijo de los dueños, aunque no estaba segura. Zachary parecía ser demasiado grande para vivir aún con sus padres, pero no parecía tener el aspecto de la cabeza de una familia. ¿Estaría casado?, ¿viviría sólo?, ¿aquel muchacho habría pasado a buscarlo para salir de allí?

El jueves, motivada por la curiosidad y poniendo las compras semanales como excusa, había pasado por la puerta de su casa, desviándome un poco del camino original y dando una vuelta al pueblo. A pesar de ser las ocho de la noche, no había luces encendidas. Había estado segura que se había ido.

Sin embargo, el domingo se encargó de romper cualquier tipo de suposición sobre su partida. Zachary simplemente había cruzado la puerta, siempre con sus pesados abrigos y su rostro ligeramente socarrón, había elegido otros dos títulos y se había largado sin hacer ningún tipo de comentario inteligente. Extraño.

El domingo siguiente, sin embargo, él llegó a la librería acompañado de una fuerte tormenta. Yo había estado prácticamente todo el día con Scarlett y Christine, por lo que apenas me había dado cuenta cuando se habían hecho las nueve de la noche y yo seguía en la librería, después que ellas se hubiesen ido antes que la lluvia se desatara. Ambas se habían ofrecido como voluntarias para el festejo de Halloween y, un día antes de la celebración, me habían pedido una mano con la decoración y la organización de todo lo que implicaba la comida, la bebida y cualquier otro tipo de condimento para la fiesta. El evento se realizaría en Zuma Beach, donde los muchachos de la preparatoria se encargarían, además, de organizar juegos y actividades para todos, incluyendo una gran hoguera simbólica.

—Gracias a Dios que no he elegido disfrazarme de bruja —había comentado Scarlett mientras anotaba su conversación con una de sus colegas de la escuela, la titular encargada del fuego y las actividades relacionadas con él.

—No necesitas un disfraz para eso —había bromeado Christine.

Ellas se habían ido de la librería alrededor de las seis de la tarde, dejándome sola con mis libros y un buen número de papeles por organizar después de las numerosas llamadas y anotaciones que habían hecho y desechado. Aquello, aparentemente, me había robado más tiempo del que había creído, porque pronto me había visto obligada a encender las luces del local para no quedarme a oscuras. Realmente no tenía ni idea cómo había pasado el tiempo pero, en cuando la campanilla del local había sonado, mis ojos se habían dirigido automáticamente de la figura empapada al reloj colgado en la pared a mi derecha. Las nueve menos diez. Zachary tenía siempre la costumbre de pasar de noche por allí. ¿Era su trabajo lo que le prohibía hacer aquel tipo de recorridos por la tarde y, en particular, los días de la semana? Había estado sólo un lunes allí. Luego, sus visitas se habían reducido sólo a los domingos, casi antes de cerrar.

Y allí estaba yo, pensando demasiado.

Le sonreí, con una cordialidad que se había vuelto más tensa con el paso de los días. Había una sensación ambigua dentro de mí cada vez que lo veía: por un lado, sus visitas me parecían interesantes e intrigantes; por el otro, honestamente, me exasperaban un poco. Sus palabras siempre eran tan medidas y sus movimientos tan sigilosos, que a veces me costaba pensar si realmente podría llegar a conocer algo más de él que aquel prudente exterior.

Después de un seco «Buenas noches», Zachary volvió a pasearse lánguidamente por las estanterías como lo hacía en cada una de sus visitas, yendo y viniendo frente a mis ojos y revisando las contratapas de los libros con delicadeza. Intentando ignorar su movimientos, me enfoqué en las largas listas que Scarlett había dejado, donde se detallaban los números a los que ya había llamado y aquellos que aún faltaban confirmar. Como ella tenía que trabajar al día siguiente y mis padres estaban a cargo de los comestibles, le había asegurado que yo cubriría aquello y me encargaría que todo estuviese en orden antes de la noche. La madre de Nate haría mi disfraz, por lo que realmente no tenía nada previo al festejo de lo que preocuparme.

Sacándome de mi banal análisis, dos nuevos libros fueron dejados sobre el mostrador, sumándose a la colección que Zachary parecía tan empeñado en ampliar. Como siempre, me limitaba a actuar con naturalidad frente a él, o por lo menos lo intentaba. Mientras buscaba una bolsa bajo el mostrador, tuve que hacer un movimiento brusco para que los papeles del evento del día siguiente no se desparramaran por el suelo. Mientras guardaba los libros, hablé casualmente:

—Así que… ¿le han comentado de la fiesta de Halloween que organizan en Zuma Beach?

—Había oído algo —respondió él, con esa usual desidia que teñía sus palabras.

—¿Irá? —pregunté, quizás con más curiosidad de la que debía tener.

Aquella pequeña, aunque extremadamente pedante sonrisa de lado apareció en su rostro. Era un gesto molesto, aunque, de alguna forma, también incitante. Siempre que esa expresión aparecía sobre sus labios, parecía una luz de alerta para lo que continuaba.

—No puedo.

—¿Trabajo?

Su mirada se volvió aquella capa de suficiencia que parecía encerrar cientos de significados, todos ellos desconocidos para mí. Su sonrisa no se ensanchó, pero sus ojos parecían indicar que, en realidad, se estaba conteniendo para no lo hiciera.

—Algo así, sí.

—¿Algo… así? —pregunté, sin preocuparme por sonar indiscreta. ¿Para qué detenerme a aquellas alturas?—. ¿De qué trabaja?

—Finanzas —explicó, con simpleza—. Trabajo desde mi casa.

Asentí, el gesto maestro a la hora de meterme en un tema en el que, verdaderamente, no tenía mucha experiencia. Él tenía, sin dudas, el aspecto de un hombre de negocios —el que siempre estuviera tan pulcro y bien vestido quizás tenían algo que ver—, pero me sorprendía el hecho de que trabajara allí, en un lugar donde las finanzas, ciertamente, no eran algo destacable. De hecho, el que alguien como él se encontrara en Loch Arbour ya parecía ligeramente absurdo.

Aquella noche se fue con pocas palabras, dejándome intranquila.

Llegué a mi casa tarde, sorprendiéndome gratamente al encontrarme a mi hermano sentado en el sofá, un portátil sobre su regazo y unos cuantos papeles diseminados en la mesilla de café. Con cansancio, me dio una pequeña sonrisa detrás de sus gafas, tecleando rápidamente algunas cosas en su ordenador antes de apoyarlo en la mesilla. Con un ruidoso bostezo, estiró los brazos detrás de su cabeza y movió el cuello, haciendo muecas de dolor.

—¿Aún estás aquí? —pregunté, mientras me quitaba el abrigo.

—No me necesitan hasta la semana que viene, o quizás la próxima. Aparentemente las conferencias se han suspendido —explicó, con una pequeña sonrisa, mientras se quitaba las gafas.

—¿Eso quiere decir que te quedarás a la fiesta? —pregunté con una media sonrisa.

—¿Crees que si me la paso trabajando toda la noche y voy vestido de mí mismo será suficientemente aterrador?

Mi sonrisa se ensanchó, contagiándome pronto de su expresión.

—No lo dudo —aseguré, encendiendo las luces de la cocina—. ¿Has cenado?

—Estoy a punto de comerme el portátil.

Reí, lista para preparar algo rápido para ambos.

El viernes llegó más pronto de lo que hubiese deseado y transcurrió más lento de lo que mi cuerpo podía soportar. Después de trasladar comida de un sitio a otro y de dividir mi atención entre las exigencias de Scarlett, el restaurante de mis padres y los preparativos en Zuma Beach, sentía que podría dormir por un día entero. Las cosas marchaban bien, de cualquier forma, y para las cuatro de la tarde ya habían montado la mayor parte de lo que sería la pista de baile, la fogata, la barra y la mesa de comestibles. John se había ofrecido a ayudar a Nate y sus colegas con el armado, alegando que realmente necesitaba despejar un poco su cabeza y ver la luz del sol.

Los preparativos generalmente involucraban a una buena parte del pueblo, especialmente cuando los eventos eran organizados por la preparatoria de Ocean Township. Era refrescante ver muchachos, residentes en pueblos vecinos, corriendo de aquí para allá e intentando darle a la playa el toque de gracia relacionado con la fiesta. En aquella ocasión, una serie de calabazas estaban distribuidas sobre la arena, marcando una especie de pista de baile, cerca de la cual se estaba montando una pequeña cabina para pasar música. Lo más pequeños se habían encargado de hacer figuras de murciélagos y arañas en papel, que los muchachos más grandes habían comenzado pegar alrededor de las mesas y las sillas. El clima festivo era auténticamente agradable. Se sentía una brisa de aire fresco que siempre hacía bien dentro del regular calendario.

Alrededor de las cinco y media, Scarlett y Christine me arrastraron hasta la casa de los padres de Nate. Su madre era la encargada de los disfraces de la mayor parte de los que asistirían a la fiesta, por lo que no me sorprendió cuando fuimos invitadas a entrar entre el grupo de mujeres que se encontraban ya allí. Hannah, la hermana de Nate, nos recibió con una pequeña sonrisa, indicándonos que esperáramos en la sala. Lucía cansada, aunque no me extrañaba; sabía que en aquellas fechas especiales trabajaban más que nunca.

Nos cruzamos con los familiares rostros de conocidas, ex compañeras y vecinas, hablando animadamente y disfrutando del pequeño desfile de disfraces a medida que iban saliendo de la parte trasera de la casa. Cuando finalmente llegó nuestro turno, la madre de Nate salió a recibirnos con una enorme sonrisa

—¡Chicas, que bueno teneros aquí!

Susan Clive era una mujer pequeña y con aspecto amable, su menuda figura haciéndola ver más joven de lo que era. Desde que la había conocido por primera vez, muchos años atrás, el metro siempre había parecido una extensión de su cuerpo y la habilidad que demostraba con sus diseños era sencillamente admirable. Todos los años conseguía sorprendernos con los más ingeniosos disfraces o con pulcros trajes de gala. Conseguía que le trajeran las telas de la ciudad y, si bien no eran baratas, valían cada centímetro.

—¿Vampiresas, Lettie? —preguntó Christine alzando una ceja, cuando Susan trajo nuestros trajes—. ¿En serio?

La aludida se encogió de hombros, una sonrisa infantil sobre sus labios.

—Están de moda, Chris —respondió, guiñándole un ojo—; y son sensuales.

Christine y yo rodamos los ojos al mismo tiempo, mientras éramos llevadas por Hannah hasta una de las habitaciones para que pudiéramos cambiarnos con tranquilidad.

A pesar de las quejas iniciales, las tres terminamos coincidiendo en que los vestidos eran realmente bonitos y que se adaptaban a la figura de cada una perfectamente, incluso cuando éramos muy diferentes. Resultaba ser que los trajes quedaban bien en el cuerpo alto y esbelto de Scarlett, en la figura pequeña pero curvilínea de Christine, o incluso en alguien como yo, que poseía una espalda más amplia y un cuerpo sin mucha gracia. Con una base de un simple vestido negro hasta las rodillas, una pechera y unas mangas color sangre lo hacían vistoso, acompañadas perfectamente por un cuello alto que abrazaba por detrás la parte baja de nuestra cabeza. Complementándolo con medias oscuras, unas simples botas y una gargantilla de tela negra, era realmente un buen vestuario.

—Os veis verdaderamente bien —comentó Susan, cuando las tres salimos, Scarlett aún intentando hacer algo con mi cabello suelto.

Decidimos pasar por el restaurante de mis padres una vez más antes de dirigirnos a la playa. El local no era grande, aunque tampoco extremadamente pequeño, y estaba decorado con colores claros y alegres. Mi madre se había encargado de adornarlo desde que lo habían comprado, haciendo pequeños cambios ocasionalmente, pero nunca demasiado significativos. El restaurante había mantenido la misma esencia desde hacía más de treinta años.

Mis padres se encargaron de alagar nuestro vestuario mientras entrábamos al local, donde ya quedaban sólo un par de los clientes de la tarde que sonrieron en nuestra dirección. La costumbre del lugar nos tenía a todos inconscientemente mecanizados incluso en algo tan simple como un saludo, como la costumbre de encontrarnos y sonreírnos en reconocimiento. Era como una enorme casa, en la que todos convivíamos día a día.

—Señora Brown, ¿cómo está Junior? —pregunté, refiriéndome a su perro, que recientemente se había quebrado una de sus patas jugando en la muelle.

Ella sonrió. Era una señora de setenta y nueve años que vivía con su marido. Los dos eran de los habitantes más viejos del pueblo, de aquellos que siempre contaban historias e intentaban instruir a las nuevas generaciones sobre el pasado de Loch Arbour.

—Gracias a Dios está mejor, querida —respondió.

—Me alegro —sonreí—. Envíele mis saludos al señor Brown. Dígale que el domingo que viene le llevaré los libros que me ha pedido.

—Estará muy agradecido —aseguró gentilmente.

Mi madre nos dio a mí y a las chicas un par de paquetes para llevar, asegurando que ellos se encargarían del resto cuando fuese el momento. Ella, con su energía y su optimismo, siempre parecía tener la receta justa, literalmente hablando, trabajando con tiempo y agilidad. Mi padre, un tipo tranquilo, aunque con inexistentes habilidades para la cocina, se encargaba de mantener en orden el restaurante y manejaba todos los aspectos administrativos del mismo. Dado que mis habilidades para la cocina no eran mucho mejores que las de él, jamás había podido ayudar mucho a mi madre. Simplemente, cuando tenía tiempo libre o ellos estaban tapados de trabajo, ayudaba con las mesas o la limpieza. Aquel había sido, de hecho, mi primer trabajo, aún cuando era una adolescente.

Con el sol ya desapareciendo por el horizonte, Christine, Scarlett y yo emprendimos nuevamente el camino hacia la playa, las tres llevando algunos bocadillos como entrada para la fiesta. Después de algunos minutos de caminata, llegamos a Zuma Beach. Lejos de lo que había sido hacía tan sólo unas horas, el lugar lucía maravilloso. Las luces de colores, la pista alumbrada por las calabazas, la música creando un gran ambiente y el buen número de asistentes, hacían de la playa un sitio completamente diferente. La visión en si misma incitaba a uno a bailar y divertirse.

Después de dejar los bocadillos, divisé a Nate, que iba vestido de muerto viviente —a juzgar por el tinte violáceo en su rostro, las ropas rotas y las pequeñas cicatrices pintadas—. Le sonreí, alejándome momentáneamente de las muchachas.

—¿Truco o trato? —bromeé.

Nate sonrió, dándome una rápida mirada de pies a cabeza.

—Bueno, yo estaría dispuesto a hacer un trato contigo.

Rodeé los ojos, dándole un suave golpecito en el hombro y haciéndolo sonreír. Mi hermano pronto se acercó hacia nosotros, incitándome a soltar una carcajada en el instante en que mis ojos escanearon su disfraz: camisa roja, pantalones negros, una capa y un tridente, haciendo juego con unos cuernos de plástico a cada lado de su cabeza. Él sonrió también, casi como un niño que estaba esperando para correr a pedir dulces.

—Satán a sus órdenes, señorita —hizo una reverencia.

—Oh, gran señor, ¿podrá traernos alguna cerveza desde el inframundo? —pregunté, con un tono teatral exagerado.

Con una sonrisa torcida, él y Nate se alejaron a buscar algo para beber, mientras Christine y Scarlett volvían a reunirse conmigo, la primera de la mano de su novio, que iba vestido de Frankenstein. Incliné mi cabeza en dirección a Brandon, a modo de saludo, él correspondiendo de igual forma y con una pequeña sonrisa. Luego mis ojos se centraron en mi blonda amiga, que no dejaba de observar el panorama como buscando algo.

—¿Algún problema? —inquirió Christine, antes que yo pudiera decir algo.

Scarlett no se volvió para mirarla, pero aclaró nuestras dudas cuando comenzó a hacer conjeturas en voz alta:

—¿Estará alguno de los propietarios de la casa de Edgemont por aquí? Por más que intento coincidir con ellos, ¡nunca puedo! Incluso he intentado llevarles una tarta, pero nadie me ha atendido. ¿Serán ermitaños…?

Scarlett tenía la mala costumbre de hablar demasiado, en ocasiones hasta el punto de divagar. Cualquiera hubiese estado impresionado con su capacidad para soltar tantas palabras en tan poco tiempo y sin hacer pausas para respirar, pero nosotros ya nos encontrábamos bastante acostumbrados. Aunque allí lo verdaderamente sorprendente del asunto no era su capacidad de parloteo incansable. En aquella oportunidad, quizás por primera vez, yo sabía algo que ella no. Y, a diferencia de ella, no sentía la necesidad de compartirlo, sino que quería guardarlo para mí. Aún no podía llegar a comprender que sucedía con Zachary Reed, pero no quería tener a nadie haciendo suposiciones al respecto. Con mis propios pensamientos ya era suficiente.

Por supuesto, aquello picó mi curiosidad también. Mientras todos nos escabullíamos en la pista de baile, no puede evitar echar una mirada alrededor, a la búsqueda de ese rostro. Había allí mucha gente de Ocean Township, por lo que realmente se volvía más difícil identificar a las personas que se deslizaban al ritmo de la música. La playa se encontraba en una agradable penumbra por la luz de las velas, dándole un aire tenebroso. Aunque no llovía, algo de lo que todos estábamos agradecidos, la noche se encontraba nublada y, por lo tanto, carente de estrellas visibles. Hacía frío, pero el fuego de la hoguera mantenía el ambiente cálido. El alcohol fluía libremente para los mayores y, sin embargo, todo se mantenía en un ambiente familiar.

—Oye, Jo, ¿estás bien? —preguntó Nate, acercándose.

Sacudí mi cabeza afirmativamente, recargándome suavemente sobre su mano, que había viajado rápidamente a mi mejilla.

—Creo que sólo me sentaré un poco por allí —señalé la mesa donde se encontraban mis padres y el señor Clive.

—¿Quieres que me quede contigo?

—No dejes a John solo, me preocupa —intenté bromear, aunque el chiste fue desganado. De repente, me sentía auténticamente cansada. Y algo inquieta, también.

Me senté con mis padres un rato, que parecían entretenidos observando la gente pasar, aunque notablemente cansados. El señor Clive nos contó que Susan y Hannah se habían quedado en su casa, durmiendo un poco y aprovechando que, por fin, podían descansar con tranquilidad. Sin embargo, nos comentó también que el pobre Blake había sido enviado como fotógrafo oficial del evento, para que todos los bonitos trajes quedaran documentados para una futura exhibición que las creadoras pudieran atesorar.

Después de un rato de charla y sin poder evitar sonreír ante el entusiasmo que mostraban mis padres —su comida había sido más que un éxito, aunque todo el pueblo sabía que así sería—, bordeé las mesas y subí por la rampa hasta el boulevard, aquel que algunos días atrás habíamos visitado con John y Nate. Aunque estábamos relativamente lejos del bar al que habíamos ido, el camino era largo y llano, dando una buena vista de todo el festejo. Apoyándome sobre la barandilla de madera, crucé los brazos delante de mi pecho y dejé que soportaran mi peso. Me quedé atontada observando las crepitantes llamas de la hoguera, que reflejadas en el cielo encapotado y el profundo mar hacían un espectáculo hermoso.

—¿Disfrutando de la fiesta?

No supe si se fue a causa de la repentina pregunta o a que pronto pude identificar el tono de aquella voz, pero pegué un respingo en mi lugar, los latidos de mi corazón cambiando su velocidad en tiempo record. Con un sentimiento que se oscilaba nerviosamente entre la desconfianza y el susto, me giré hacia Zachary Reed, que parecía estar jactándose de mi reacción. No había disfraz en su atuendo, sino que este sólo constaba de una camisa blanca y un pantalón de vestir. A pesar del tiempo frío, no tenía chaqueta.

—¿Debería decir lo mismo? —repliqué, con una agresividad venial.

Me echó una mirada lenta, desde los pies hasta la cabeza, sin un mínimo de disimulo o vergüenza en su escrutinio. Sentí la incomodidad abrazando mi cuerpo en cada sitio por el que pasaban sus ojos, hasta que estos se detuvieron en los míos. Su mirada era tan intensa como la jactancia en ella. Sus labios se curvaron en una sonrisa pedante por detrás de la barba inminente que oscurecía su rostro. Su sonrisa.

—Sí, disfrutando bastante.

Fruncí el ceño, mirándolo a los ojos. Estos, como dos trozos de zafiro, parecían captar un perfecto reflejo de las llamas del fuego que creaban feroces formas a unos metros de nosotros. Su apariencia, pulcra pero con cierto descuido —algunos botones abiertos, la camisa un poco arrugada, el cabello bastante más desordenado de lo usual—, le daba un aspecto diferente. Parecía más salvaje. Extraño. Aún más lejano e intrigante.

Y ni siquiera sabía por qué yo tenía tan en claro todas aquellas cosas. O si me las estaba imaginando. Últimamente, cierto protagonista de cierto libro estaba adquiriendo escalofriantes cualidades que no debían estar ligadas con nadie y que, sin embargo…, lo estaban.

—¿No dijo que no vendría? —la pregunta se escapó de mis labios con naturalidad.

Su cabeza se inclinó levemente hacia un lado, con aquella condescendencia en su mirada que me ponía los pelos de punta. De alguna forma, él parecía siempre un paso delante de mí. Su accionar me daba la impresión de estar siempre en el sitio justo en el que él me quería, listo para dar una respuesta que me dejaba sin réplicas inteligentes o, como mínimo, aceptables.

—Me aburro con facilidad, señorita Clare, lo que es verdaderamente un problema en un sitio como Loch Arbour —comentó, con tono desinteresado—. Quería salir a… investigar.

Fruncí el ceño, sintiendo como mi respiración se volvía ligeramente más pesada. El aire nocturno comenzaba a afectarme, erizándome la piel. Sólo me atrevía a adjudicar aquella sensación a la baja temperatura otoñal.

—¿Por qué está viviendo aquí, entonces? —no pude evitar cuestionarle.

Aquella pregunta había estado haciendo eco de mi cabeza desde el primer momento en que lo había visto allí. No sólo su llegada había sido extraña, sino que su presencia fantasma en el pueblo también se volvía… amenazadora. El aura especialmente cautivante que lo rodeaba me parecía muy ajena a la monotonía de Loch Arbour.

—Situaciones de fuerza mayor.

Permanecí allí, sosteniéndole la mirada, esperando oír algo más de él. Había escrito toda mi vida, y conocía los sentimientos y los cambios en la gente. De alguna forma absurda, podía sentir las emociones y ponerlas en palabras; conseguía encasillar a la gente por su comportamiento, sus gestos o su forma de hablar. Cada vez que escuchaba a Zachary, cada vez que observaba sus acciones y movimientos, no era difícil saber que estaba jugando conmigo. Sin embargo, como había intuido, era sólo una parte de todo el conjunto. Él sólo me dejaba ver lo que quería que viera. No podía encasillarlo en un sitio, porque parecía no haber una categoría exacta para alguien como él.

Y me molestaba. No poder ponerle una etiqueta, no poder tener control de la situación, no saber cómo predecir y saber exactamente lo que iba a suceder… me hacía sentir ansiosa e incómoda. Toda mi vida había sido como un maldito libro, en el que siempre había llevado las riendas por el camino que deseaba. La gente a mi alrededor era predecible, fácil de leer; siempre había sido sencillo saber cómo serían las cosas.

Pero… ¿allí? Allí no tenía una maldita pista.

Zachary era un personaje que se escapaba de mis manos, que decidía las cosas incluso antes que yo pudiera pensar en ellas.

Alegres gritos, provenientes de la playa, comenzaron a llenar el ambiente. Girando mi rostro en aquella dirección, intuí, casi ausentemente, que debía ser hora en la que se tiraban a la hoguera los famosos polvos —que no eran más que diferentes compuestos químicos— que cambiaban el color del fuego, creando un efecto maravilloso. Todo el mundo tenía la costumbre de pedir un deseo, aunque no era justamente la época. Todo sabíamos sobre aquella tradición que decía que los hechizos funcionaban mejor en la víspera de Halloween, por lo que, de alguna forma, habíamos acabado por aferrarnos a aquella creencia.

—Tengo que irme —comentó Zachary, haciendo que me volviera rápidamente hacia él. No sabía en qué momento habíamos acabado tan cerca—. Ya sabe, estaré esperando que usted se aburra también.

La firmeza en mi mirada no se modificó, aunque mi cuerpo se tensó instantáneamente cuando él se inclinó hacia adelante. Sentí su cabello hacerme cosquillas en la mejilla, mientras su aliento pareció detenerse justo sobre mi oído. A pesar del aroma a sal y humo, sólo podía sentir el fuerte y ya conocido perfume, mezclado con un suave olor a tabaco y alcohol. Era intenso, casi hasta el punto de marearme.

—Pero debería saber que no soy una persona paciente, señorita Clare —susurró con suavidad.

Antes que tuviera siquiera tiempo para componerme, él se alejó de mí, caminando despreocupadamente y con las manos en los bolsillos de su pantalón. Lejos de mi primera decisión de mantenerme imperturbable, me quedé allí, sin saber que hacer por una buena cantidad de segundos, que parecieron largos minutos. Sólo después de aquel pequeño momento de petrificación absoluta pude enviar la orden a mi cerebro para volver a la fiesta. Me eché a andar por donde había llegado, sacudiendo la cabeza e intentando por todos los medios que las palabras de Zachary no me afectaran.

No funcionó.


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