«Casa de Naipes»: Capítulo II.

—Mamá, me estás asfixiando.

Mi madre rompió el fuerte abrazo que estaba dándome, tan sólo para mirarme con una cariñosa sonrisa. Ella y mi padre no vivían muy lejos de mi casa; pero, debido a las responsabilidades de los tres, no conseguíamos vernos tan seguido como antes —es decir, todos los días—. Por eso, se había vuelto una costumbre almorzar juntos los domingos, acompañados de Nate y su familia. Cuando conseguía viajar desde Boston, donde se encontraba viviendo y trabajando, mi hermano, Jonathan, también se adhería a la comida familiar. Nos quedábamos sólo un par de horas, pero aquello bastaba para ponernos al día y llenar aquel pequeño hueco que significaba no pasar tanto tiempo bajo el mismo techo como antes. Aunque mi casa era confortable y diseñada a mi medida, a veces extrañaba ser la niña pequeña de la familia.

El abrazo de mi madre tuvo que romperse finalmente, seguido por un brazo de mi padre sobre mis hombros, atrayéndome contra su cuerpo y contándome el delicioso almuerzo que había preparado con mi madre. Ella sólo sonrió ante sus palabras, negando suavemente con la cabeza. En realidad, Richard Clare no servía para la cocina, pero su esposa lo dejaba pretender que realmente era bueno. Mi padre podría quemar el agua si lo dejábamos solo.

Un par de brazos absurdamente fuertes me cogieron por sorpresa cuando me tomaron por la cintura y me estrujaron en un brutal abrazo, mientras mi acompañante reía entre dientes. Jonathan había heredado toda la energía de mi madre, potenciándola con algunos sutiles pero entrenados músculos que sólo conseguían hacerlo pasar de «entusiasta» a «bruto». Lo adoraba, pero más de una vez había atentado contra mi integridad física. Al lado de él, me sentía pequeña —y lo decía saliendo con Nathaniel, que posiblemente era tan alto como mi hermano—.

—¡Qué bueno tener a toda la familia reunida! —exclamó Jonathan alegremente, levantando mis pies del suelo por unos instantes.

—No la tendrás a toda si me sigues abrazando así, porque vas a matarme, John.

Él rió alegremente antes de soltarme y correr hasta la cocina, donde mi madre se encontraba aún terminando el almuerzo. A pesar que Jonathan era tres años y medio más gran que yo, siempre había parecido el pequeño de la familia. Con veintisiete ya cumplidos, parecía un niño cuando sonreía de aquella forma y correteaba por la casa como si estuviera a punto de hacer alguna travesura. Si no hubiese sido por nuestro indudable parecido, podría incluso haber llegado, a lo largo de los años, a cuestionarme seriamente si él era mi hermano.

Sonreí ampliamente. Era bueno tener la posibilidad de estar en familia.

Nate se llevaba bien con mi hermano y mi padre. Eran hombres simples, a los que les gustaban los deportes, la buena cerveza y las charlas sobre asuntos internacionales que poco impacto tenían en el pueblo. A pesar que las temáticas que tocaban entre ellos no estaban entre mis temas favoritos, era agradable el ambiente de familia numerosa que se creaba cada vez que todos nos reuníamos allí. Cuando Albert y Susan, los padres de Nate, y sus hermanos, Hannah y Blake, se unían a nuestras comidas, parecíamos una de esas grandes familias que mi madre siempre había querido tener.

Sólo Blake, el menor de la familia, y Albert se nos unieron en aquella oportunidad. Susan era costurera y se encontraba horriblemente atareada, y su hija, de veintiséis años de edad, se había quedado a ayudarla. Faltaban sólo dos semanas para Halloween, por lo que el trabajo con aquellos tipos de festejos se incrementaba notablemente para ella. En realidad, todo el pueblo se encontraba bastante revolucionado. Aquel tipo de eventos siempre generaban cierta excitación entre los habitantes del lugar. Los festejos en la playa eran comunes por allí, pero aquellas fechas especiales siempre resultaban ligeramente alborotadoras. Yo misma reconocía que disfrutaba de esos cortes en la rutina y toda la ansiedad de los días previos. Era como una pequeña probada de algo diferente entre un sabor que se mantenía constante día tras día.

—¿De qué os disfrazarais este año? —preguntó animadamente Albert, mientras se sentaba a la mesa, entre mi padre y su hijo mayor.

—Nada vergonzoso, por favor —pidió Nate, mirando particularmente a mi hermano, que tenía una extraña tendencia a lo excéntrico.

—Tranquilo, yo no estaré aquí —comentó, guiñándole el ojo desde el otro lado de la mesa—. Tengo que estar en Nueva York la última semana de Octubre. Pero volveré para las fiestas, así que no te salvarás de un adorable disfraz de gnomo.

Reí entre dientes mientras Nate fruncía el ceño, posiblemente con la misma imagen mental que estábamos teniendo todos los presentes.

—¿Cómo está el trabajo en la compañía? —inquirió Albert, tratando de sacar conversación mientras esperábamos la comida. Jonathan había comenzado a trabajar en la compañía de automotores Hayhurst, en el departamento contable, hacía alrededor de un año.

—Bien —respondió él, encogiéndose de hombros—. Las cosas han estado un poco revolucionadas últimamente, pero, ya sabes, no es algo que nos incumba a los empleados.

—¿Y tú Nate? —preguntó mi padre—, ¿qué tal el trabajo?

Mi compañero sonrió y les contó sobre la victoria de la noche anterior, desencadenando aquello en una absurda charla sobre formaciones de equipos adolescentes y el problema de «esta terrible edad», como mi padre la había llamado. Todos rieron y discutieron un poco, hasta que mi madre entró al comedor, llenándolo de un aroma increíble. Había algo que jamás tendría con mi vida de soltera, y aquello, sin duda, era la magnífica comida de mi madre. Sus platos siempre conseguían darle a las reuniones el toque de gracia; eran, con uso oportuno de la analogía, la frutilla del postre de todo aquel agradable ambiente que conseguíamos tener de tanto en tanto.

Nate, John y yo dejamos la casa de mis padres alrededor de las cinco de la tarde. Como algunos domingos no abría la librería y mi compañero no trabajaba, decidimos pasar por mi apartamento y cambiarnos para salir un poco. Mi hermano se quedaría unos días en mi apartamento, para luego viajar directamente hacia Nueva York sin tener que hacer escala en Boston. Aparentemente se reuniría con su grupo de trabajo en un hotel de Manhattan, habiendo cargado ya consigo una buena cantidad de equipaje, listo para la travesía.

—¿Acaso trabajas en una agencia de modas? —bromeó Nate, mientras entrábamos sus cosas a mi apartamento.

—Tengo malditos trajes de tres piezas por todos lados —comentó—. Son tipos estrictos con… bueno, todo en realidad.

—Trabajas para una compañía importante, tío, no podías esperar menos —río Nate, arruinando pronto el cumplido cuando se jactó del hecho de poder ir a su trabajo con ropas deportivas.

—Vamos, niños, dejaros de pelear y traed todo ese equipaje a la habitación.

Jonathan decidió darse una ducha, mientras Nathaniel y yo nos sentábamos en la mesa de la cocina. Hice un poco de té mientras aguardábamos, escuchando las noticias del día. Él comenzó a pensar lugares en voz alta, cubriendo el bajo volumen del muchacho que anunciaba el estado del clima. Decidimos ir a un bar sobre la playa, en el boulevard donde abundaban los locales de estilo rústico y los surfistas frustrados. De noche, el olor del agua de mar y las luces de los bares creaban un ambiente en verdad agradable.

—¿Teníamos que caminar tanto? —se quejó mi hermano, que parecía aún agotado por el vuelo de la noche anterior, alrededor de una hora después.

—No viene mucha gente aquí porque está lejos —explicó Nate—, pero la cerveza de ese sitio lo vale. Lo juro.

Protegiéndome del frío costero entre el cuerpo de los dos grandes muchachos a mi lado, caminamos hasta hallar el bar del que Nate había estado hablando. Cuando tenía la posibilidad de ir a surfear temprano, siempre terminaba allí, e incluso algunas veces conseguía arrastrarme con él. El dueño era un tipo de unos setenta años que había vivido toda su vida allí y que parecía saber toda la historia de Loch Arbour. Por lo menos así era cuando no estaba ebrio, momento en el que lo único que sabía hacer era cantar viejas canciones country mientras reía entre dientes o gritaba a algún conocido para que lo acompañara.

—Un tío peculiar —comentó John, mientras los tres entrábamos al bar.

Nate pasó un brazo por mis hombros, riendo un poco.

—Ni que lo digas.

Conocía poco el sitio, aunque estaba segura que nunca podría dejar de detenerme en los coloridos pero polvorientos arabescos sobre las tablas de surf que decoraban las paredes, o en aquel particular aroma que flotaba en el aire, una mezcla de cerveza y algo dulzón. Sobre las mesas distribuidas con poco sentido de la simetría, pendían luces bajas, entremezclándose con el humo del tabaco. Además de las tablas, podían verse adornos peculiares, todos ellos relacionados con la playa y el sitio donde nos encontrábamos: una gran matrícula de Nueva Jersey, un extraño enano que parecía ser hawaiano —detalle que, sinceramente, no terminaría de comprender jamás—, unas cuantas fotografías de surfistas aquí y allá y las botellas antiguas decorando los huecos vacíos. En el piso de arriba, si la memoria no me traicionaba, había un billar y un juego de dardos, aunque no podía afirmarlo con convicción. Todos los bares de la zona eran bastante parecidos, después de todo.

Nos sentamos en una mesa cerca de la barra, mi hermano cantado alegremente la canción de Johnny Cash mientras tamborileaba sus dedos sobre la mesa. Nate se puso de pie para ordenar, dejándonos a nosotros dos riéndonos a lo lejos de su conversación con un tipo verdaderamente ebrio que, a juzgar por la descripción, debía ser el dueño. Mi risa, sin embargo, se congeló cuando mis ojos se desenfocaron de la escena y se clavaron en el extremo de la barra, donde un tío solitario bebía lo que parecía ser un whiskey. Situado casi en la penumbra, junto a la escalera que llevaba a la segunda planta, su figura parecía discreta. Pensé que mi mente estaba jugando conmigo, pero pronto noté, con una extraña sensación en mi estómago, que era el tío de Edgemont. Incluso cuando prácticamente estaba dándonos la espalda, no era difícil decir que era él. Había… algo en él. No parecía tener problemas para simplemente destacar entre la multitud que se repetía con frecuencia.

—¿Jo, estás bien?

Parpadeé. Mi hermano me miraba como si tuviera tres cabezas.

—¿Eh? —me tomé un momento para tranquilizarme de la primera impresión—. Sí, sí, estoy bien.

—Te habías quedado congelada —explico, con tono divertido—. Parecía que alguien te había dado al botón de pausa.

Le di una sonrisa desganada, sin poder evitar echar una mirada por detrás de su cabeza, divisando la extraña figura aún en el mismo lugar. ¿Cómo era que aquel tipo andaba por la ciudad y, sin embargo, nadie sabía quién era?, ¿cómo podía ser posible que le pertenecía la casa frente a Deal Lake si ni siquiera sabíamos que había estado en venta y que, hacía veinte años, posiblemente él era sólo un crío? ¿Sería de sus padres?, ¿le habría quedado a él en alguna herencia?

Prácticamente sin darme cuenta, me puse de pie. Mi hermano se quedó observándome con el ceño fruncido. Le sonreí, en un intento de forzar una expresión tranquilizadora.

—Voy al servicio.

Él asintió, echándose hacia atrás y recostándose sobre la silla.

Caminé hasta la barra, sin saber realmente si era la curiosidad lo que me estaba impulsando a actuar de aquella forma que, en situaciones normales, no hubiese sido realmente mi estilo. Apoyando mis antebrazos sobre la superficie de madera, eché una rápida mirada a Nate, que todavía se encontraba hablando con el dueño del local —en realidad, escuchando, ya que el tipo parecía estar en su propio mundo, dando un animado monólogo—. Sabiendo que mi posición era buena, me incliné, intentando que uno de los trabajadores tras la barra me oyera.

—Discúlpame, ¿los servicios?

—Arriba —respondió él, señalando las escaleras.

Giré mi rostro lo suficiente para encontrarme con un par de ojos celestes detrás de las gafas. Después de murmurar un rápido «gracias» en dirección al empleado, me volví hacia el misterioso tipo, que simplemente se quedó allí observándome. Sonreí un poco, intentando actuar como si realmente fuese un encuentro casual.

—¿Aprovechando el domingo para descansar? —pregunté. Realmente era una pésima actriz.

Él no sonrió, pero había en su rostro algún tipo de desafío implícito que no podía entender, una especie de diversión en sus ojos. Me miraba fijamente, y su expresión era como la de alguien que tiene una pequeña broma privada. Sin reparos, sus ojos me estudiaron de pies a cabeza, volviendo a pegarse a los míos cuando acabó con ello. No estaba segura si un sonrojo teñía mis mejillas, pero la necesidad de liberarme de su escrutinio era algo certero. Posiblemente jamás había visto una mirada tan intensa.

—Podría decir que sí.

Su voz era suave, susurrante, pero audible incluso sobre la música. Parecía llegar directo a mis oídos, volviéndose parte de toda mi sugestión. Había tenido la acertada impresión, desde nuestro primer encuentro, que él era el tipo de persona que decía lo justo y suficiente.

—Bueno, supongo que nos veremos nuevamente por aquí…

A la espera de su nombre, algo en su mirada volvió a teñirse con aquel tono picaresco de quien deja algo a la imaginación. ¿Se estaba riendo de mí? Honestamente, me hacía sentir así.

—Zachary Reed —se presentó.

—Jolene Clare, mucho gusto —incliné mi cabeza, con una tensa sonrisa—. Debo… —señalé las escaleras.

Él asintió; había escuchado mi conversación con el muchacho detrás de la barra, por lo que realmente no necesitaba que le aclarara las cosas. Y yo, contra el tonto impulso inicial, en verdad estaba deseando desaparecer de su vista.

—Nos vemos entonces —saludé distraídamente.

Mientras subía las escaleras, la incomodidad no hizo más que caer sobre mí, con la consciencia de la charla que acababa de tener. Posiblemente aquella había sido la conversación más extraña que había tenido en años, obviando mis épocas de adolescente donde aquello era…, bueno, natural. Estaba intranquila, mis brazos parecían sobrar a los costados de mi cuerpo y mi respiración se sentía pesada. Estaba comportándome como una tonta adolescente, que acababa de hablar con el popular e inalcanzable chico de la clase.

Y estaba pensando tonterías.

Después de acomodarme un poco el cabello y perder algo de tiempo frente a los lavabos, volví a bajar las escaleras. Zachary seguí sentado allí, aunque sus ojos se encontraban fijos en un complejo teléfono móvil. Mientras un nuevo vaso lleno reposaba sobre la barra, justo frente a él, sus dedos se encontraban tecleando rápidamente. No reparó de mi presencia cuando bajé las escaleras, cuya madera chirreaba bajo mis pasos, por lo que supuse que se encontraba bastante concentrado. No era que me quejara, claro que no. Suficiente de su intensa mirada por una sola noche.

Por supuesto, él parecía tener otros planes.

Me senté a la mesa nuevamente, con los ojos de Nate y John sobre mí. Cogí la cerveza que habían dejado frente a mi silla, dándole un tranquilo sorbo y fingiendo que realmente no notaba sus ojos curiosos.

—¿Quién es ese tío? —inquirió mi hermano.

Oh, claro. Dejé la cerveza sobre la mesa con una parsimonia que, ciertamente, no existía dentro de mi cuerpo.

—Un cliente nuevo de la librería.

—¿Es de por aquí?

Prácticamente mordiéndome la lengua, detuve mis palabras y decidí beber otro sorbo, pensando realmente en la respuesta a la pregunta de Nate. De alguna forma, el hecho de saber que Zachary Reed era el dueño de la vivienda en Edgemont me hacía sentir tontamente culpable. Había tanto misterio alrededor de aquella casa, y él, de alguna forma, parecía mantener un perfil tan bajo… ¿Había dicho ya que me sentía intranquila? Bueno, aquella palabra realmente no hacía justicia a las sensaciones.

—No lo sé —comenté, nuevamente lamentándome por mi nula capacidad de convicción—. Fue la primera vez que lo vi y no se quedó mucho. Compró un par de libros y se fue.

El asunto quedó fuera de la conversación enseguida, siendo reemplazado por la historia que había contado el dueño del bar a Nate mientras lo había retenido. Sin embargo, desde mi posición pude capturar los ojos de Zachary, que no se molestaban en disimular que se encontraba observando en nuestra dirección. Era incómodo ver aquella expresión en su rostro, que parecía mostrar gozo incluso sin estar sonriendo.

—Muchachos, se me antoja andar un poco por la playa —comenté, como quien no quiere la cosa.

Nate pestañó varias veces antes de mirarme.

—¿No estabas muriéndote de frío hace un rato?

Rodeé los ojos.

—Debe ser el alcohol —comenté, rebuscando la cartera en mi bolso—. Venga, paguemos y vámonos, ¿sí?

John sacó unos billetes de su bolsillo.

—Esta corre por mi cuenta, hermanita.

Aún bajo el escrutinio de aquellos ojos celeste, los tres nos pusimos de pie, mientras yo intentaba ignorar la intimidante sensación de sentirme observada permanentemente. El frío helado nos recibió cuando dejamos el rústico bar y, a pesar de la enorme tranquilidad que llenó mi cuerpo al salir de allí, aquello no fue suficiente para acallar el castañeteo de mis dientes ante el cambio de temperatura. Nate pasó un brazo por mis hombros y frotó su mano contra mi piel, obsequiándome una escéptica ceja alzada. Hice una mueca que pretendió ser amenazante, retándolo a que me dijera algo.

—No tengo frío.

—Claro, no —respondió el, con ironía—. En absoluto.

Los tres regresamos a mi casa alrededor de las diez de la noche, con los zapatos llenos de arena, las piernas cansadas y nuestros estómagos gruñendo por un poco de comida. Mientras ellos cambiaban sus ropas, yo me encargué de poner el agua para preparar una rápida pasta. Nate se encargó de ella una vez que había cambiado sus ropas por un viejo conjunto deportivo, dándome tiempo para quitarme también el calzado y las ropas. Una vez que me enfundé en un cálido piyama de franela, regresé a la cocina. Mi hermano estaba terminando de poner la mesa, mientras nuestro cocinero de la noche pasaba los canales de la pequeña televisión de la cocina, revolviendo la pasta distraídamente con su mano libre.

Comimos, conversamos un poco y los tres nos fuimos a dormir alrededor de las doce. Mi hermano había decidido aprovechar la tranquilidad de la casa durante el día, cuando Nate y yo trabajábamos, para adelantar un poco de trabajo y llegar a Nueva York con todo más que listo. Aparentemente debían hacer una presentación para cerrar un contrato en la cuidad para el desarrollo de un nuevo modelo y, debido a algunas irregularidades en la empresa, mi hermano había terminado siendo asignado a último momento para acompañarlos en el viaje.

Abrí la librería alrededor de las ocho aquel lunes, encendiendo la radio prácticamente al instante y tomando distraídos sorbos de mi café recién comprado. Entre el sábado y el lunes solían llegarme algunos paquetes con nuevo material temprano, por lo que debía estar allí antes de lo normal. Si no era los fines de semana, todos los lunes me hacía de títulos que no había leído, para poder disfrutar durante mis ratos libres y pasar luego las recomendaciones a mis clientes regulares. Aunque las ventas no eran absurdamente grandes, tenía un buen número de compradores que, al igual que yo, siempre estaban buscando algo diferente para leer y matar el tiempo. Incluso cuando la brecha de edad era considerable entre la mayor parte de ellos y yo, me sentía en condiciones de hacer sugerencias. Tenía unos modestos estudios en literatura y un hambre voraz por cualquier cosa que implicara escritura, trama y creatividad desde que tenía uso de razón, ya fuesen libros, películas artículos periodísticos o alguna otra variante.

Cuando estaban por dar las siete y media de la tarde, después de una oportuna visita de Scarlett, que había pasado un buen rato contándome sobre la feria que la preparatoria se encontraba organizando, decidí ponerme a escribir un poco. Deslizando mis dedos ávidamente sobre las teclas de mi portátil, retomé la historia donde la había dejado. Siempre había disfrutado particularmente de las historias sobrenaturales, llenas de misterio y contrastes, por lo que mi trabajo en una de ellas era algo que debía llenar grandes expectativas. Después de años y años leyendo novelas de vampiros, hombres lobo, ángeles, demonios y criaturas extrañas, mis estándares sobre aquel tipo de relatos se encontraban muy por arriba del promedio. Llevaba un buen tiempo escribiendo aquella historia en particular y, de alguna forma, parecía que mi inspiración había regresado intensamente.

La campanilla de la entrada llenó el lugar y automáticamente alcé la cabeza, pintándose, por inercia, una sonrisa en mi rostro. La mueca decayó, por supuesto, cuando la figura de Zachary Reed atravesó el corredor principal con tranquilidad, su sobretodo impermeable ondeando al ritmo de sus pasos.

Intenté sonreír. Hice un pobre intento de mantener la calma, incluso cuando su presencia me incomodaba.

—Buenas noches.

Él inclinó suavemente la cabeza en mi dirección, sin decir nada. Luego comenzó a pasearse entre los libros, ocasionalmente saliendo de mi campo de visión. Sus pasos eran lentos y silenciosos, e intenté no enfocarme en buscar los sonidos de su caminata, sino que sólo volví a centrar mi vista en el documento de mi ordenador. La tensión en mi cuerpo parecía coincidir con la de la torturada narradora que, perdida dentro del oscuro bosque, se encontraba pistas que la guiaran a la verdadera identidad del protagonista.

Suspiré. Tenía que mantener mi creativa mente a raya.

Alzando mi mirada de tanto en tanto, ocasionalmente cogía pequeños intervalos del recorrido de Zachary, una delicada concentración en su rostro. No sabía que era exactamente lo que tenía; juraba por Dios que, aunque intentaba verlo desde un ángulo más relajado, él parecía seguir siendo ese personaje estoico y fuera de lugar todo el tiempo. El cabello, las ropas, la actitud y la gracilidad; todo parecía auténticamente sacado de algún retorcido cliché, en el que yo me encontraba en una posición comprometedora. Quería hablar, preguntarle cosas como a cualquier cliente, pero no me sentía en posición de hacerlo. Él parecía repeler cualquier tipo de intromisión en su actitud calma y distante.

Después de unos diez o quince minutos de ir y venir, Zachary dejó nuevamente dos libros sobre el mostrador. Mis ojos se detuvieron en los títulos, antes de levantarlos para fijarlos en los suyos. Intenso, mirándome detrás de sus gafas, respondió a mi curiosidad con una mirada ligeramente escéptica.

—Estoy rellenado mi biblioteca —explicó.

Sonreí nerviosamente, mientras ponía los libros en una bolsa, el precio de ellos apareciendo en la pantalla digital de la registradora. Él me pasó un billete de cincuenta dólares mientras tomaba su compra, sus movimientos manteniendo aquella extraña templanza. Le devolví pronto el cambio, dándole una sonrisa rígida, en un persistente intento de mantener la cordialidad. Era un cliente más, después de todo. Quería convencerme de ello a toda costa.

—Bueno, un placer verlo de nuevo.

Zachary mantuvo sus ojos fijos en mí.

—Oh, no, no hay mucho placer en sólo… ver —comentó, con un tono que parecía aburrido, pero igualmente intenso. Las comisuras de su boca se encontraban apenas alzadas, mostrando un sutil disfrute en cada una de sus palabras—, pero supongo que está bien por ahora.

Abrí la boca, aunque ningún sonido salió de ella, haciéndome sentir estúpida. Aunque sus palabras eran claras, sentía que mi interpretación era errada. Tenía que ser errada.

Adiós… —buscó mi mano, dejando su vista fija y luego alzándola hasta mis ojos, con aquel brillo de intrigante picardía—, señorita Clare.

Y con aquellas palabras, siempre justas y suaves, él salió andando de la librería. Me quedé con la mirada perdida en sus pasos, preguntándome realmente qué era lo que Zachary Reed estaba buscando con aquel repentino cambio de actitud. Intuía que su interés en los libros cubría sólo una parte de ello.

Realmente esperaba equivocarme.



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