«Casa de Naipes»: Capítulo I.

“Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo,

puedes engañar a algunos todo el tiempo,

pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo."

Abraham Lincoln.

Mientras el auto se alejaba y la gente aplaudía con emoción, una sonrisa melancólica se pintó en mis labios. Nathaniel me dio unas torpes palmaditas en la espalda, incluso aún cuando era la única mujer en la escena que no tenía los ojos llenos de lágrimas. Era extraño ver como todo el entorno cambiaba constantemente, con aquellos pasos de bebé, y yo parecía seguir siendo la misma persona, con una vida monótona y rutinaria, con una costumbre a dejarme llevar por la cómoda y alegre simpleza de una sucesión de días en paz. Disfrutaba de las jornadas en mi casa o en la vivienda de mis padres, escribiendo en el jardín delantero o, simplemente, rodeada de libros en el local que había comprado después de años de esfuerzo y trabajos parciales.

Loch Arbour era un pueblo tranquilo, con apenas unos doscientos habitantes permanentes, cuyos nombres fácilmente uno acababa por recordar con sólo mirarlos a la cara o a través de una fotografía. Apartados hacia la zona marítima de Nueva Jersey, todos llevábamos vidas tranquilas y en función a lo que parecía ser una gran familia. Cada uno de nosotros desempeñaba un rol dentro del pueblo, como una pequeña maqueta articulada cuyos hilos eran movidos por una voluntad incorpórea, pero firme y continua. Llevaba veintitrés años viendo la misma sucesión de hechos y me había acostumbrado a la felicidad de vivir una tranquila, sin sorpresas o desequilibrios. Podía hacer lo que amaba y aquello bastaba para mí. Desde pequeña, mi sueño había sido abrir una librería y conseguir incentivar a la gente para que descubriera los placeres de la lectura. Después de ayudas, esfuerzos y ahorros, había conseguido establecer mi pequeño negocio en el centro del pueblo, lo que también me había ayudado a fomentar mi pasión por la escritura. También tenía la posibilidad de escribir, lo que alegraba mi existencia con cada párrafo. Nunca había publicado nada —ni tenía verdaderas intenciones de hacerlo—, pero el simple hecho de poder tener tiempo para dejar volar mi imaginación era refrescante; todas esas historias paralelas y salvajes, tan ajena a la vida que llevaba allí, hacían más emocionante el día a día.

Sonreí. Había llevado una buena vida durante aquellos veintitrés años, incluso cuando, en tiempos de reflexión, podía llegar a cuestionarme algunos aspectos de ella.

—Es increíble que Sophie ya se haya casado, ¿cierto? —Christine Jones sonrió con nostalgia, acercándose a mí.

Forcé una expresión pacífica y desenfadada para regalarle a mi vieja compañera de preparatoria, que poco a poco se había transformado en una gran amiga. De su brazo traía a su esposo, Brandon Nash, con el que llevaba casada ya más de dos años, habiendo sido novios desde que tenía uso de razón.

—Lo sé —aseguré—, es difícil asimilar que todas hemos crecido ya.

—¿Y vosotros?, ¿para cuándo formalizarais? —preguntó Brandon.

Nuevamente tuve que improvisar una sonrisa ante la honesta mirada de Nathaniel. No había sido un mal novio durante los cinco años y medio que llevábamos juntos. Simplemente… bueno, era el tipo de relación en el que ambas personas se encontraban sometidas a la costumbre. Seguíamos juntos porque nos habíamos vuelto inmunes a la presencia del otro, de una buena y sana forma. Para mí ya era algo común encontrarme con el desayuno preparado por él en la mesa o hallarlo durmiendo a mi lado, incluso escucharlo tararear canciones en la ducha o encontrarlo en la entrada de mi casa con esa sonrisa afable y sus brillantes ojos del color del caramelo. No era un amor profundo y pasional, sino el tipo de cariño que se tienen dos personas que se conocen desde pequeñas y que han asimilado al otro como parte de su vida.

Nate era profesor de educación física de la preparatoria de Ocean Township, a pocos minutos del pueblo, pero la realidad era que yo lo había conocido cuando aún era un crío que asistía a mi misma escuela, incluso cuando pertenecíamos a clases diferentes. Él siempre había estado a cargo de todos los eventos deportivos y, si bien mi cariño por la actividad física no era muy grande, habíamos terminado por hacernos buenos amigos debido a conocidos en común, a casuales encuentros y demás oportunismos. De todos los chicos que conocía en aquel pueblo, Nathaniel Clive siempre me había parecido el más cordial y apropiado para mí. Pasados largos años de amistad y extrañas idas y venidas entre nosotros, habíamos terminado como pareja después de terminar la preparatoria. «Cosas que simplemente suceden», siempre parecía ser la explicación de todo el mundo.

—Hay tiempo para eso —comenté, con una sonrisa calma, mientras cogía la mano de mi compañero.

Él me devolvió una expresión similar, ya que, a pesar de todo, él sabía cómo me sentía con nuestra etiqueta de pareja. La gran mayoría de las personas casadas del lugar eran viejos compañeros o novios de preparatoria que habían seguido con su vida en el pueblo después de terminada la escuela. Yo era una particular escritora en potencia y, de alguna forma, aún creía en los príncipes de brillante armadura y los corceles blancos. Era una eterna soñadora y no era fácil para mí enamorarme de algo mundano y simple. Era capaz de encontrar el encanto en las cosas cotidianas y pequeñas de mi vida, pero hallar el amor en ellas era mucho más difícil. La literatura y la vida real diferían en demasía, principalmente en el aspecto amoroso, que tan sobrevalorado se encontraba.

Después de la boda, el revuelo en el pueblo siempre era algo notable. Los pequeños eventos hacían más mella allí que en cualquier lado, por cuestiones obvias: éramos un escaso número de habitantes y, así como los secretos eran difíciles de proteger o de cubrir, los festejos se volvían algo de participación popular inevitablemente.

—¿Quieres ir a tomar un café, Jo?

Negué suavemente ante la propuesta de mi compañero, mientras nos despedíamos con pequeñas sonrisas y gestos de nuestras cabezas.

—Quiero dormir un poco —respondí, con honestidad—. Mañana tengo que trabajar y estoy agotada.

Él asintió.

—De acuerdo. Te acompaño hasta tu casa, entonces.

No me negué; la compañía de Nate siempre me resultaba agradable. Además, hubiese sido descarado decir que las bodas no me dejaban un poco sensible. No envidiaba la felicidad de los demás; sabía que, en caso de haber sido yo la que hubiese estado en aquel lugar, las cosas no hubiesen sido tan perfectas como parecían. De haber estado en los zapatos de Sophie, me hubiese sentido un poco torturada de tener que casarme con un simple hombre, condenándome a mí misma a vivir atada a una casa y a un pueblo que continuaban con el camino de la monotonía. El hecho de estar sola me hacía atribuirme una pequeña reseña de libertad, la comodidad de creerme dueña de mi vida y mis deseos. Estaba en aquel pueblo porque quería, no porque algún hombre me estuviese atando a él. Sin embargo, una ceremonia de bodas seguiría siendo, inevitablemente, sinónimo de nostalgia y anhelo.

Cuando llegamos a casa, Nate se despidió de mí en la entrada con un casto beso. Vivía en una pequeña vivienda no muy lejos de la de mis padres, habiéndome dispuesto a mudarme cuando había terminado de estudiar. No era una gran cosa: un pequeño frente con hierba y flores, paredes y la puerta blancas, haciendo juego con las ventanas. El interior constaba de una sala generosa, una cocina que cumplía también las veces de comedor, dos habitaciones y dos pequeñísimos cuartos de baño. Era un sitio sencillo, pero increíblemente cómodo para una sola persona. La casa había pertenecido a un amigo de mi padre que, después de enviudar y con sus hijos fuera del estado, había decidido mudarse al sur, en busca de calor y un poco más de vida. La casa era algo grande para mí, si lo analizaba detenidamente, pero el espacio siempre me había parecido agradable. La había conseguido barata, ya que él sólo había buscado venderla pronto, por lo que tampoco podía quejarme.

Nate se dio vuelta, asegurando que pasaría al día siguiente a visitarme por la librería cuando terminara su turno en la escuela, pero yo cogí su mano antes que se fuera.

—¿Por qué no te… quedas?

Él sonrió, alzando sus cejas levemente y mirándome con aquellos cálidos ojos miel.

—Debo trabajar mañana temprano.

—Saldremos juntos —insistí—. Yo quiero acomodar algunas cosas en la librería antes de abrir.

Él se acercó y envolvió mi cintura con su brazo libre, dándome un beso suave en los labios y presionando la mano que aún sostenía la suya.

—Está bien.

Tener a Nathaniel a mi alrededor realmente se había vuelto tan natural como el aire; no en un sentido de algo indispensable, sino más bien inevitable. A él no le interesaba en absoluto la literatura y tan sólo había leído una o dos de mis obras porque me quería —el mero pensamiento de él intentando enfocarse en la lectura me hacía sonreír—. Respetaba su interés basado en su cariño hacia mí, ya que yo tampoco era una gran fan de su trabajo. No nos presionábamos mutuamente y cada uno iba a lo suyo, teniendo alguien que simplemente… estaba ahí. Cuando yo tenía un bloqueo mental, o cuando él estaba agotado de lidiar con los adolescentes del equipo escolar, ambos resultábamos ser un buen apoyo para el otro.

Yo trabajaba, él miraba la televisión sentado en el sofá junto a mi escritorio; era natural. Se había vuelto una pequeña parte más de mi vida.

—Yo haré la cena —comentó él, acabada una película—, tú sigue con lo tuyo.

Le dirigí una rápida sonrisa.

—De acuerdo, gracias.

Nuestra relación física tampoco era algo fuera de lo común: teníamos sexo ocasionalmente; aquella cuota básica que ambos necesitábamos de tanto en tanto. Nuestras responsabilidades nos mantenían ocupados, pero siempre encontrábamos algún tiempo para nosotros, fuese para ver una película, salir a cenar, a tomar algo o tener una noche íntima. Incluso cuando la atracción física era mutua, nunca habíamos sido una pareja pasional —quizás debido al carácter de ambos—, pero jamás habíamos tenido problemas con ello. El sexo era bueno, y no creía que las cosas pudieran ser mucho mejores que ello para dos personas como nosotros. Había cariño y confianza, lo que hacía que los abrazos, los besos y cualquier contacto fuesen agradables. Eso no era quizás lo que había esperado siempre de una relación, pero con el paso del tiempo había aprendido a convivir con ello, e incluso a disfrutar de alguien que incondicionalmente estaba allí para mí.

Jamás había sido fácil para reconocer aquello, pero nunca me lo había replanteado. Quería a Nate, y me sentía bendecida por tener a alguien tan bueno como él a mi lado. Sin embargo, no creía que estuviésemos listos para el matrimonio. Simplemente no se sentía… bien tener que seguir y dar el paso definitivo. Éramos aún jóvenes y con mucho por delante como para andar preocupándonos por etiquetas que reafirmaban lo que, ambos sabíamos, marchaba más que bien.

La mañana siguiente dejé dormir a mi compañero un poco más y yo fui quien se encargó de preparar un buen desayuno. Usualmente despertarme temprano no me molestaba, obviando aquellas pequeñas noches en las que me quedaba escribiendo por horas, debido a un toque mágico de inspiración. Muchas habían sido las mañanas en las que Nate me había encontrado desvelada frente al viejo ordenador de la sala, con alguna taza de café a mi lado y unas grandes ojeras. Era extraño, pero simplemente no podía evitarlo. Escribir me apasionaba, me permitía perderme en un mundo diferente al que pertenecía.

—Buenos días.

Observé a mi compañero, que a duras penas tenía bien puesta la chaqueta del equipo deportivo y cabello rubio, que se había cortado recientemente, se encontraba desordenado. Acallando un bostezo, se dejó caer en una de las sillas y comenzó a comer en silencio, mientras yo bebía lentamente una taza de café. Así se desarrollaban la mayoría de nuestras mañanas, a excepción de aquellas en las que nos quedábamos dormidos y debíamos hacer todo en tiempo record. Era extraño que sucediera, pero no por eso imposible.

—Buenos días —repliqué y le pasé una taza de café con un poco de leche. No era tarde, pero tampoco era lo suficientemente temprano como para relajarnos—. ¿Me dejarás en la librería?

—Vale —comentó él, volviendo a ponerse de pie con prisa—. Estaré listo en diez minutos.

—De acuerdo —repliqué, cogiendo algunas galletas—. Te espero en el auto, ¿está bien?

Lo vi mover su cabeza afirmativamente antes que doblara por el corredor, rumbo al estudio.

A pesar de mis negativas, todos nos veíamos sumidos en aquel movimiento del día a día: Nate me dejaba en la librería cuando se quedaba en casa o cuando decidía ir a surfear por las mañanas; cuando tenía tiempo, le pedía que me dejara por algún mercado local para comprar algunas provisiones para el día, y luego me refugiaba en mi pequeño paraíso de bibliotecas y libros, mientras disfrutaba de alguno de los nuevos tomos que me llegaban desde la ciudad. No tenía un gran número de clientes allí, pero lo que ganaba era suficiente para vivir y mantenerme. Mis padres tenían un restaurante familiar, donde también ayudaba los viernes y los fines de semana, en caso que me necesitaran. No había realmente demasiado que contar sobre mi vida en Loch Arbour.

La mañana fue tranquila, aunque pasó velozmente. Hacía pocos días había conseguido unos cuantos libros de una de mis autoras favoritas, por lo que me había mantenido más que ocupada en mis ratos libres, aún buscando inspiración para proseguir con mis novelas. La forma en que las palabras fluían con naturalidad, el modo en que los personajes se moldeaban a la historia con una plasticidad imperceptible a lo largo de la trama… Leer aquellas obras era placer puro, y no había podido soltarlas por mucho tiempo. Esperaba algún día encontrar certera inspiración para escribir, por lo menos, algo la mitad de bueno que eso.

La librería estaba montada en un pequeño local, frente al cual la gente del pueblo solía pasar regularmente. Con cuatro corredores de estanterías y un buen número de títulos de los que estaba orgullosa, el aroma a madera y papel hacían una combinación embriagante. Aquel era mi pequeño lugar. Construido con empeño y paciencia, se había vuelto una de las cosas que me llenaban. Los colores cálidos de las paredes, los pequeños detalles sobre ellas, las delicadas butacas distribuidas aleatoriamente; todo era parte del sencillo encanto. Hacia el fondo, tenía un generoso mostrador, con un ordenador y algunos pequeños asientos detrás de ella. El desorden quedaba cubierto por el mueble, quedando el resto oculto en la pequeña despensa al fondo de lugar, junto al diminuto cuarto de baño.

Las ventas del negocio no eran gran cosa, pero se habían vuelto en el sustento de una vida tranquila y sin excesos. La gente del pueblo y de los alrededores venía, compraba u ocasionalmente hacía encargos, que yo misma me ocupaba de llevar hasta sus casas cuando llegaban desde Long Island, Nueva York, donde mi tía se encontraba viviendo. Julianne Clare era profesora de literatura en un instituto y había instaurado en mí el gusto por las letras desde muy pequeña, antes de mudarse cuando yo tenía catorce años. Ella poseía también una librería, en la parte baja de la ciudad, por lo que hacía los pedidos para ambas, enviándome luego mi parte por transporte o con pequeños viajes para visitar también a la familia.

No había mucho más que contar sobre mi trabajo, realmente.

La campanilla de la entrada resonó por toda la estancia y dibujé una honesta sonrisa cuando vi a Scarlett Williams cruzando la puerta. Ella entró corriendo alegremente y avanzó por corredor principal con una emocionada expresión sobre su rostro. Recargándose sobre el mostrador y quitándose los rubios cabellos de los ojos, me cogió del brazo con emoción, acercándose un poco a mí. Ella era otra de esas pocas personas que, con el paso del tiempo, había llegado a llamar amiga.

—¡Jolene, ha llegado alguien al pueblo! —exclamó—. ¡El dueño de la casa de Edgemont!, ¿lo puedes creer?

Fruncí el ceño, considerando si Scarlett había bebido algo antes de ir a visitarme. La vivienda que ella mencionaba —que, desde lejos, parecía antigua y espaciosa en exceso, incluso algo tétrica—, había estado desocupada por más de veinte años. Yo no recordaba cuándo se había ido su último dueño, pero éste nunca había vendido la propiedad ni la había puesto en alquiler. La casa simplemente había quedado allí, sola y abandonada, rodeada por una extraña atmósfera que incitaba a mantenerse lejos.

—¿Edgemont? —pregunté suavemente—- ¿Estás segura?

—Me lo ha dicho John Pratt —explicó, refiriéndose a uno de los jefes de policía locales—. Ha llegado un coche esta mañana. ¿No es eso fantástico?

Fruncí el ceño nuevamente, ligeramente picada por la curiosidad.

—¿Es una familia? —pregunté. En aquella casa podría vivir no sólo una, sino posiblemente dos o tres.

—No lo sé, John sólo ha visto el automóvil estacionado frente a la casa —contó, sus ojos verdes brillando con excitación, como cada vez que tenía alguna nueva historia para compartir.

Si había alguien que, de alguna increíble y escalofriante forma, lo sabía todo sobre todos, esa era Scarlett. Ella tenía siempre la costumbre de pasearse por allí, cuando su trabajo en la escuela se lo permitía. Ambas nos habíamos conocido gracias a Nate, ya que ella era un año mayor que yo y colega de él en la escuela. Scarlett enseñaba artes plásticas, por lo que ocasionalmente le gustaba revisar los nuevos libros que llegaban a la librería, en la búsqueda de nuevo material para su trabajo.

—¿Quieres que vaya a comprar un poco de café? —sugirió ella, mientras ambas nos encontrábamos detrás del mostrador, prácticamente sin clientes dando vueltas por la librería—. Tengo que regresar a la escuela en una hora y me estoy congelando.

Asentí, agradeciéndole. El clima de Septiembre comenzaba a hacerse notar en las calles, donde las tardes templadas comenzaban a transformarse en jornadas ventosas y frías. Ella cogió su bufanda y se dio dos buenas vueltas alrededor del cuello, acurrucándose dentro de su abrigo mientras se disponía a salir. Con una sonrisa cordial, saludé de lejos a una de mis vecinas, que se encontraba allí revisando el nuevo material.

Así se sucedían los días, hasta mediados de Octubre, con la nieve acompañando la rutina. Fue sólo el día diecisiete de aquel mes que un mínimo vistazo de los cambios que se avecinaban en mí día a día se personificó en la librería, justo minutos antes que decidiera cerrar. Esa noche me había quedado escribiendo en mi portátil y el tiempo había volado, hasta hacerse casi las nueve y media de la noche. Nate había asistido a un juego del instituto aquella noche, por lo que había decidido quedarse en su casa y recogerme al día siguiente, para pasar el domingo en casa de mis padres. Recién cuando fui consciente de lo tarde que era, planeando dejar la librería cuanto antes, un hombre cruzó la puerta. Un abrigo oscuro y largo cubría una figura espigada, de la que sólo conseguí avistar porciones de piel pálida en su rostro, su boca oculta detrás de una pesada bufanda y sus manos en los bolsillos del saco. Unas gafas de montura cuadrada y marco negro reposaban sobre el puente de su nariz, reduciendo prácticamente a nada la exposición de su cuerpo. Su rostro, sin embargo, dejaba entrever que no debía tener mucho más de treinta años. Mientras él observaba distraídamente las estanterías de la librería, sólo pude pensar cómo había ignorado la presencia de alguien así en el pueblo. Era extraño no conocer a todo el mundo por allí, por lo menos en los alrededores; y él no parecía ser, exactamente, el tipo de persona que se olvidaba fácilmente.

¿Sería un turista? No tenía el aspecto de esos jóvenes surfistas que pasaban por allí sólo para disfrutar de las olas. Había algo en su porte que destilaba cierto estoicismo, un dejo de elegancia en cada uno de sus movimientos, mientras cogía ocasionalmente algunos libros y chequeaba su contratapa. Sus acciones eran tranquilas, como si las manecillas del reloj dieran las cuatro de la tarde, en vez de encontrarse próximas a alcanzar las diez.

Sin darme cuenta, me había quedado inmóvil detrás del mostrador, mirándolo sin disimulo alguno. Su rostro se alzó y nuestros ojos se encontraron, una de sus pobladas cejas alzándose con curiosidad. Su cabello, bajo las mortecinas luces del local, parecía de un castaño oscuro y brillante, casi negro, los mechones jugueteando con las tonalidades. Era atractivo de una manera particular, casi irreal.

—¿Puedo ayudarle en algo? —pregunté suavemente.

Sus ojos, de un intenso tono azulado, visible incluso detrás de las gafas, volvieron a clavarse en mí. Tragué pesado cuando sentí la aguda mirada sobre mi cuerpo, analizándome como si fuese otro de los objetos a la venta. Pronto dejó de observarme y su rostro volvió a inclinarse hacia la portada del libro que traía entre sus manos, dejándome respirar con tranquilidad. Se tomó su tiempo para responder, con un tono sutilmente burlón:

—Llevaré algunos libros.

Incluso más allá de lo que creía conveniente, decidí presionar la conversación, movida por la curiosidad:

—¿Es nuevo en Loch Arbour?

Él ni siquiera se volvió para mirarme. Simplemente siguió pasando su dedo índice por las cubiertas de los libros, con una tranquilidad perturbadora.

—Sí, me he mudado hace un mes —explicó.

Aquella frase fue la que permitió que mi mente hiciera contacto, evocando la voz de Scarlett y sus constantes preguntas y monólogos sobre un asunto en particular. Incluso sentí que no eran mis labios los que se movían, sino los de ella:

—¿Usted vive en la casa frente a Deal Lake, en Edgemont?

Él se giró para mirarme con aquel tranquilo desinterés, mientras yo me mordía el labio suavemente. Desde que aquella casa había sido ocupada, nadie sabía quién se encontraba allí. Habíamos visto luces desde las ventanas, algo que no había pasado en décadas, y el dato que John había dado a Scarlett era cierto: alguien vivía allí y, al parecer, de forma permanente. Sin embargo, a pesar de las magníficas habilidades de Scarlett para meterse en la vida de la gente, no había podido descubrir quienes eran los que habitaban el lugar. Sólo me había dicho que había visto a un muchacho rubio entrar y salir dos veces pero, que así como llegaba, volvía a irse en un automóvil después de unos minutos de permanecer en la casa. Aquel misterio estaba volviendo loca a mi amiga, que comenzaba a contagiarme su ansiedad.

—Sí —él se apoyó contra una de las estanterías.

De alguna forma, me parecía indecente preguntarle por qué nunca lo veíamos por las calles del pueblo o lo cruzábamos en alguno de los sitios más frecuentados del lugar —Loch Arbour era un sitio donde parecía imposible no ser visto y, sin embargo, él lo había conseguido por un mes—. Todo en aquel hombre parecía decir que mi curiosidad no era bienvenida, incluso cuando aquella sensación de las palabras en la punta de mi lengua seguía escociendo con persistencia.

Él se acercó, con dos libros en sus manos. Dejándolos sobre el mostrador, aguardó allí para que le cobrara. Realmente no estaba segura si había algún tipo de conversación vendedor-cliente que pudiera hacer con él, sin necesidad de preguntarle por qué parecía el personaje de alguna película de terror. O quizás era yo, y el exceso de literatura, que comenzaba a consumir mi cerebro. Aunque yo misma había criticado la ansiedad de mi compañera, era cierto que cualquier pequeña novedad del pueblo hacia los corazones saltar con nerviosismo y los labios moverse con excesivo entusiasmo. Él era sólo un tipo que había caído en el lugar equivocado para andar escurriéndose de los pocos ojos de Loch Arbour.

—Buenas elecciones —comenté, mientras ingresaba el código del primero, mis propias palabras riéndose de mis pensamientos—. Este lo he leído hace poco. Un libro magnífico.

Uno de sus antebrazos se apoyó en el mostrador distraídamente. Parecía que sus movimientos estaban cincelados por un artista eximio. Todo en él era increíblemente medido. Contenido.

—¿Entonces trabaja porque le gusta la literatura?

No era una pregunta, sino más bien una afirmación en relación a mi afinidad por los libros. A pesar de la forma de decirlo, no había hostilidad, sino una curiosidad casi superficial. Asentí, poniendo los dos libros en una bolsa y pasándosela, mirándolo directamente. Tenía unos ojos en verdad intensos, cuyo efecto ni siquiera podía ser aplacado por las gafas. Era una persona con un aura extraña.

Sentí el impulso de sacudir mi cabeza para disipar los pensamientos absurdos.

—La librería es mía.

Él tomó la bolsa con parsimonia, dándome una última mirada y una increíblemente fugaz sonrisa antes de comentar:

—Entonces supongo que nos veremos pronto.

Sin esperar una respuesta, se volvió y comenzó a alejarse por el pasillo, hasta que la campanilla de la puerta resonó por toda la librería, perdiéndose en la tranquilidad de la noche. Después de unos segundos estática, me apresuré a tomar mis cosas mientras me preparaba para cerrar.

No estaba muy segura de lo que había sucedido allí.

8 left a comment:

NOOOOOOOOOO POR QUEEEEEEEEEEE?????

la volveras a re subir????

@From Nana's Desk La volveré a subir, sí, porque muchas habían tenido problemas para leer en formato pdf (que igualmente puede que siga publicando, en caso que alguien todavía quiera leer así). Estoy editando el blog, pero los capítulos de cualquier modo siguen en Scribd :) Pido un poquito de paciencia hasta que pueda arreglar todo, porque quiero dejar el blog en condiciones para publicar la historia nueva.

¡Besitos!

Estoy desde mi móvil y se ve perfecto. Quise dejar un comentario tal como en un blog, pero no pude. Así que tuve que hacerlo en la opción 'Reply' que está a un lado de los comentarios (y cómo Anónimo, pero eso ya es cosa de mi teléfono...espero quede registrado...) Sólo eso, pero se lee. Y me emocioné jaja, porque al fin podré seguir las historias como antes. Gracias por la iniciativa :)
Estaré al pendiente de más cosas ;)
Denisse.

:O Noooooooooo! ok d verdd kda dia me sorpendes hahahaa
Maaas intriigaaa :/
Bueeh la volvere a leer XD
Mee gusto muchoo la forma en q qdo el bloog se bonita su nueva imagen!
Aah y ya qieroo leer tu nueeva histooriaa se ve interesante!
Beeesoss! PD: Tee di follow en twitter :D

@Denisse Me alegro que se vea bien. Yo sé que somos muchas las que leemos desde celulares o cosas por el estilo y ya me habían dicho que se complicaba con el tema de los pdf. Y la plantilla me respetaba el formato, así que me alegro que así puedas leer :) ¡Besitos! Gracias por avisar que funciona jaja. Nos estamos leyendo.

@Anónimo La subiré prontito toda igual. Veré si esta noche puedo editar uno o dos capítulos más y así. Tengo el 13 escrito, así que es también estará publicado pronto :) Era simplemente para cambiar el formato (ayer me había cansado de editar jaja). Me alegro que te haya gustado el blog y la imagen, que me la hicieron y realmente quedó preciosa :) ¡Nos estamos leyendo! Un besito.

PD: Gracias por el follow :) jaja.

Orgullosamente puedo decir que empecé a leerte. Uno se descuida de vos che y terminas una historia y hasta secuela tenes lista en cosa de nada, segun dicen las malas lenguas (entiendase como face) ¡Pero que gusto da trabajar con esta gente, che! :)

@Belena jajaja me alegro que hayas empezado :) Es así; de repente me agarra la locura y escribo, otras veces estoy meses sin actualizar. Lamentablemente, esto es así: uno escribe cuando puede, lo que puede e, incluso a veces, como puede. Es así, mi lengua se aflojó y avisé de la secuela jaja. Ando entusiasmada, así que si hay tiempo será pronto :) ¡Gracias por leer, mujer! Besitos :)

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